
Sin embargo, en mitad de esta labor de crítica, de recopilación, de estudio incluso (no pueden relegarse sus numerosas colaboraciones en revistas fundamentales de la cultura literaria española como Cántico, Ínsula o Revista de Occidente), en mitad de esta labor no ajena a lo ideológico, se atisbaba también la labor poética. Una labor no precisamente callada –Leopoldo de Luis ha publicado casi treinta libros de poesía– pero sí discreta, aunque sin llegar desde luego a ser “secreta” en el sentido que entendía Valèry. Y discreta, quizá, ha sido su labor porque, a pesar de haber antologado tanto, Leopoldo de Luis ha sido a su vez poeta escasamente antologado. La poesía de De Luis ha oscilado desde la sencillez más intimista de Alba del hijo (1946), pasando por la inquietud existencial de libros como Huésped de un tiempo sombrío (1949) o Los imposibles pájaros (1950), por la consideración de la condición humana en Los horizontes (1951), por la asunción de un yo colectivo –esa “poesía del nosotros” que ha quedado como estación de paso dentro de la literatura española– en Juego limpio (1961) o La luz a nuestro lado (1964), por la reflexión sobre el desengaño de la vida en Igual que guantes grises (1979) o Del temor y la miseria (1985), hasta llegar al grave planteamiento de la fugacidad en sus últimos poemarios: El portarretratos (2000), Elegía con rosas en Bavaria (2000) o Cuaderno de San Bernardo (2003).
La poesía discreta de Leopoldo de Luis lo ha sido también por otra causa: para el poeta cordobés la poesía era, según su propia definición, un “respirar por la herida”; acción que, desde luego, sólo puede ejercerse con discreción y sentimiento. El poeta que aspiraba esencialmente a que en sus manos “ardieran las palabras” (aspiración, por otra parte, tan aleixandrina, sintetizada en aquel verso suyo magistral: “Ávidamente ardí, canté ceniza”) se ha marchado haciendo poco ruido, sin salir siquiera de su habitación; aquella habitación en la que se vio a sí mismo un día como ahora, con la lucidez brutal de los poetas: “Aquí en la habitación, sobre la cama,/ me está esperando un muerto que aún respira./ Mira como mirar ya no me mira./ Mira como llamar sí que me llama./ La luz apenas roza su figura/ como un pájaro breve que si vuela/ es sólo porque pone aire en la tela/ que le cubre de frío y de blancura./ Me está esperando y sabe que es seguro./ La luz manda su sombra contra el muro/ y hay en la habitación un vaho yerto./ Sabe que llegaré tarde o temprano./ Creo que me señala con su mano./ Me está esperando aquí en el cuarto un muerto”.
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