En esta semana acaba de marcharse Leopoldo de Luis, uno de los adalides de la poesía social –testimonial, prefirió siempre llamarla el sabio Pepe Hierro, compañero por edad y por parcial adscripción estética– y, sobre todo, uno de los críticos y antólogos importantes de la poesía de las Generaciones –ese término de Petersen hoy tan obsoleto pero a la vez tan recurrente– del 98, el 27 y el 36; en concreto, en su libro La poesía aprendida: poetas españoles contemporáneos pueden encontrarse artículos sobre varios de los principales poetas integrantes de estas mal llamadas “generaciones”. Leopoldo de Luis se ocupó expresamente también de los poetas de Andalucía (Ensayo sobre poetas andaluces del siglo XX), de la obra de Antonio Machado, de León Felipe, de Carmen Conde, de Gonzalo Morenas de Tejada… y sobre todo de los enormes Vicente Aleixandre y Miguel Hernández (de quien editó la obra completa). Sobradamente conocida es también su Antología de poesía social española contemporánea (1939-1968), que consiguió implantar un cliché, una selección y una terminología que no ha dado en desmontarse hasta mucho tiempo más tarde, a pesar de que Castellet y sus chicos llegaban pegando fuerte a la vuelta de la esquina, con la pretensión de poner del revés el panorama entero de la poesía. Ese mismo año (1969), como escandaloso contraste con la estética camp y cinematográfica y demás principios de los Nueve Novísimos, y a la vez como muestra de algunas de sus preocupaciones temáticas más hondas, publicó De Luis su antología Poesía española religiosa contemporánea.
Sin embargo, en mitad de esta labor de crítica, de recopilación, de estudio incluso (no pueden relegarse sus numerosas colaboraciones en revistas fundamentales de la cultura literaria española como Cántico, Ínsula o Revista de Occidente), en mitad de esta labor no ajena a lo ideológico, se atisbaba también la labor poética. Una labor no precisamente callada –Leopoldo de Luis ha publicado casi treinta libros de poesía– pero sí discreta, aunque sin llegar desde luego a ser “secreta” en el sentido que entendía Valèry. Y discreta, quizá, ha sido su labor porque, a pesar de haber antologado tanto, Leopoldo de Luis ha sido a su vez poeta escasamente antologado. La poesía de De Luis ha oscilado desde la sencillez más intimista de Alba del hijo (1946), pasando por la inquietud existencial de libros como Huésped de un tiempo sombrío (1949) o Los imposibles pájaros (1950), por la consideración de la condición humana en Los horizontes (1951), por la asunción de un yo colectivo –esa “poesía del nosotros” que ha quedado como estación de paso dentro de la literatura española– en Juego limpio (1961) o La luz a nuestro lado (1964), por la reflexión sobre el desengaño de la vida en Igual que guantes grises (1979) o Del temor y la miseria (1985), hasta llegar al grave planteamiento de la fugacidad en sus últimos poemarios: El portarretratos (2000), Elegía con rosas en Bavaria (2000) o Cuaderno de San Bernardo (2003).
La poesía discreta de Leopoldo de Luis lo ha sido también por otra causa: para el poeta cordobés la poesía era, según su propia definición, un “respirar por la herida”; acción que, desde luego, sólo puede ejercerse con discreción y sentimiento. El poeta que aspiraba esencialmente a que en sus manos “ardieran las palabras” (aspiración, por otra parte, tan aleixandrina, sintetizada en aquel verso suyo magistral: “Ávidamente ardí, canté ceniza”) se ha marchado haciendo poco ruido, sin salir siquiera de su habitación; aquella habitación en la que se vio a sí mismo un día como ahora, con la lucidez brutal de los poetas: “Aquí en la habitación, sobre la cama,/ me está esperando un muerto que aún respira./ Mira como mirar ya no me mira./ Mira como llamar sí que me llama./ La luz apenas roza su figura/ como un pájaro breve que si vuela/ es sólo porque pone aire en la tela/ que le cubre de frío y de blancura./ Me está esperando y sabe que es seguro./ La luz manda su sombra contra el muro/ y hay en la habitación un vaho yerto./ Sabe que llegaré tarde o temprano./ Creo que me señala con su mano./ Me está esperando aquí en el cuarto un muerto”.
Sin embargo, en mitad de esta labor de crítica, de recopilación, de estudio incluso (no pueden relegarse sus numerosas colaboraciones en revistas fundamentales de la cultura literaria española como Cántico, Ínsula o Revista de Occidente), en mitad de esta labor no ajena a lo ideológico, se atisbaba también la labor poética. Una labor no precisamente callada –Leopoldo de Luis ha publicado casi treinta libros de poesía– pero sí discreta, aunque sin llegar desde luego a ser “secreta” en el sentido que entendía Valèry. Y discreta, quizá, ha sido su labor porque, a pesar de haber antologado tanto, Leopoldo de Luis ha sido a su vez poeta escasamente antologado. La poesía de De Luis ha oscilado desde la sencillez más intimista de Alba del hijo (1946), pasando por la inquietud existencial de libros como Huésped de un tiempo sombrío (1949) o Los imposibles pájaros (1950), por la consideración de la condición humana en Los horizontes (1951), por la asunción de un yo colectivo –esa “poesía del nosotros” que ha quedado como estación de paso dentro de la literatura española– en Juego limpio (1961) o La luz a nuestro lado (1964), por la reflexión sobre el desengaño de la vida en Igual que guantes grises (1979) o Del temor y la miseria (1985), hasta llegar al grave planteamiento de la fugacidad en sus últimos poemarios: El portarretratos (2000), Elegía con rosas en Bavaria (2000) o Cuaderno de San Bernardo (2003).
La poesía discreta de Leopoldo de Luis lo ha sido también por otra causa: para el poeta cordobés la poesía era, según su propia definición, un “respirar por la herida”; acción que, desde luego, sólo puede ejercerse con discreción y sentimiento. El poeta que aspiraba esencialmente a que en sus manos “ardieran las palabras” (aspiración, por otra parte, tan aleixandrina, sintetizada en aquel verso suyo magistral: “Ávidamente ardí, canté ceniza”) se ha marchado haciendo poco ruido, sin salir siquiera de su habitación; aquella habitación en la que se vio a sí mismo un día como ahora, con la lucidez brutal de los poetas: “Aquí en la habitación, sobre la cama,/ me está esperando un muerto que aún respira./ Mira como mirar ya no me mira./ Mira como llamar sí que me llama./ La luz apenas roza su figura/ como un pájaro breve que si vuela/ es sólo porque pone aire en la tela/ que le cubre de frío y de blancura./ Me está esperando y sabe que es seguro./ La luz manda su sombra contra el muro/ y hay en la habitación un vaho yerto./ Sabe que llegaré tarde o temprano./ Creo que me señala con su mano./ Me está esperando aquí en el cuarto un muerto”.
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