“Joven contemplando el mar”. El título de su exposición parece remitir a aquel lienzo que Caspar David Friedrich legó –sin siquiera intuirlo– como enseña inmortal del romanticismo alemán: “Viajero junto al mar de niebla”. Sin embargo, Friedrich, como buen romántico, no pudo sustraerse a la tentación de aportar un toque tétrico a su obra: la calma de la escena se ve turbada por la amenaza sin nombre de la niebla; el viajero (de espaldas en la tela) va a emprender camino hacia ningún lugar, o más exactamente, hacia un lugar enigmático que, tal vez, altere el curso de su vida. Semejante turbación está ausente en la exposición de Emilio González Sáinz, sereno sin descanso. O quizá no tanto; turbación existe, aunque se trate, en realidad, más de una turbación que surge de la pausada observación de lo real inmediato, que de la inquietud sugerida por un elemento natural fuera de nuestro control; una turbación, entonces, que, por interior y despaciosa –como íntimamente turbadores son los cuadros de Delvaux o De Chirico–, más debe recibir el nombre de melancolía.
Desde el 9 de septiembre al 15 de octubre puede contemplarse en la institucional Sala Rivadavia de Cádiz la última muestra pictórica de Emilio González Sáinz. La exposición gaditana no constituye ninguna novedad en el quehacer del artista de Torrelavega: el mundo apacible y melancólico de sus óleos encarna precisamente el lenguaje que González Sáinz lleva practicando desde hace ya bastante tiempo; un lenguaje con el que parece querer identificarse a sí mismo y a su obra. Más contundente resulta en el sur este lenguaje –tal aspecto no dejó de ser comentado por los visitantes de la exposición–, eminentemente norteño en matices, en cromatismo, en composición: los tonos plúmbeos (“El pozo”, “El náufrago”); la austeridad en el concepto (“Conchas”); lo inconmensurable, abierto y hasta escarpado de los escenarios frente a un Hombre pequeñísimo (“Joven caballero contemplando el mar”); la Naturaleza recoleta, frugal y minuciosa como de tabla del Renacimiento (“Paisaje fantástico”). La serie de acuarelas de la exposición presenta el mismo sesgo sobrio: una figura de hombre diminuta entre las rocas ante un mar interminable, bajo la férula de un blanco que no es tal, que es ese blanco del cielo del norte entre la lluvia, un blanco ceniciento y, por supuesto, melancólico.
Este discurso plástico encaja perfectamente en una estética de caballero decimonónico, como por otra parte se percibe en la indumentaria de los personajes masculinos retratados (generalmente de espaldas, como en la obra de Friedrich, acentuando su universalidad) e incluso en la anacrónica enmarcación de algunas de las obras. Viendo los cuadros de González Sáinz se recuerdan los libros de Amós de Escalante –quien, por cierto, inmortalizó a la melancolía como musa del septentrión–, paradigma del perfecto caballero (Juan Valera dixit) y cantor de la norteña naturaleza como fuerza alumbradora del recto espíritu del Hombre. Una conexión, además, que deviene más evidente si pensamos que Escalante fue gran devoto y defensor del escritor Walter Scott y de sus novelas plagadas de viajes y aventuras imposibles: los frágiles caballeros de González Sáinz parecen igualmente salidos de un libro de viajes del siglo XIX, al modo de menudos personajes preciosistas que anotan sus impresiones de curioso observador en el minúsculo cuaderno que siempre les acompaña.
En este contexto, claro está, la Naturaleza como personaje encuentra pleno y justificado desarrollo. Una Naturaleza decimonónica, desconocida e inabarcable, aunque al mismo tiempo sugestiva y convocante: una Naturaleza humboldtiana, presta para el descubrimiento. Pero una Naturaleza también sosegada, como Fray Luis la acariciara, que contrapone su sereno poder al conocimiento derivado de los libros, del estudio o la lectura (“La enciclopedia”). Esa Naturaleza se prolonga hasta nuestro tiempo y representa lo sencillo –lo esencial–, la labor callada, eterna e inmutable del Mundo frente a la búsqueda afanosa del existir del Hombre. Sobre semejante y decisivo encuentro meditan, tal vez, los caballeros que González Sáinz sitúa frente al mar del norte.
Desde el 9 de septiembre al 15 de octubre puede contemplarse en la institucional Sala Rivadavia de Cádiz la última muestra pictórica de Emilio González Sáinz. La exposición gaditana no constituye ninguna novedad en el quehacer del artista de Torrelavega: el mundo apacible y melancólico de sus óleos encarna precisamente el lenguaje que González Sáinz lleva practicando desde hace ya bastante tiempo; un lenguaje con el que parece querer identificarse a sí mismo y a su obra. Más contundente resulta en el sur este lenguaje –tal aspecto no dejó de ser comentado por los visitantes de la exposición–, eminentemente norteño en matices, en cromatismo, en composición: los tonos plúmbeos (“El pozo”, “El náufrago”); la austeridad en el concepto (“Conchas”); lo inconmensurable, abierto y hasta escarpado de los escenarios frente a un Hombre pequeñísimo (“Joven caballero contemplando el mar”); la Naturaleza recoleta, frugal y minuciosa como de tabla del Renacimiento (“Paisaje fantástico”). La serie de acuarelas de la exposición presenta el mismo sesgo sobrio: una figura de hombre diminuta entre las rocas ante un mar interminable, bajo la férula de un blanco que no es tal, que es ese blanco del cielo del norte entre la lluvia, un blanco ceniciento y, por supuesto, melancólico.
Este discurso plástico encaja perfectamente en una estética de caballero decimonónico, como por otra parte se percibe en la indumentaria de los personajes masculinos retratados (generalmente de espaldas, como en la obra de Friedrich, acentuando su universalidad) e incluso en la anacrónica enmarcación de algunas de las obras. Viendo los cuadros de González Sáinz se recuerdan los libros de Amós de Escalante –quien, por cierto, inmortalizó a la melancolía como musa del septentrión–, paradigma del perfecto caballero (Juan Valera dixit) y cantor de la norteña naturaleza como fuerza alumbradora del recto espíritu del Hombre. Una conexión, además, que deviene más evidente si pensamos que Escalante fue gran devoto y defensor del escritor Walter Scott y de sus novelas plagadas de viajes y aventuras imposibles: los frágiles caballeros de González Sáinz parecen igualmente salidos de un libro de viajes del siglo XIX, al modo de menudos personajes preciosistas que anotan sus impresiones de curioso observador en el minúsculo cuaderno que siempre les acompaña.
En este contexto, claro está, la Naturaleza como personaje encuentra pleno y justificado desarrollo. Una Naturaleza decimonónica, desconocida e inabarcable, aunque al mismo tiempo sugestiva y convocante: una Naturaleza humboldtiana, presta para el descubrimiento. Pero una Naturaleza también sosegada, como Fray Luis la acariciara, que contrapone su sereno poder al conocimiento derivado de los libros, del estudio o la lectura (“La enciclopedia”). Esa Naturaleza se prolonga hasta nuestro tiempo y representa lo sencillo –lo esencial–, la labor callada, eterna e inmutable del Mundo frente a la búsqueda afanosa del existir del Hombre. Sobre semejante y decisivo encuentro meditan, tal vez, los caballeros que González Sáinz sitúa frente al mar del norte.
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