Cervantes nuestro, 28.09.05

Hace unos cuantos días me encontraba charlando con uno de mis libreros favoritos cuando en la librería –hasta ese momento vacía– entró un cliente con cierto aspecto de urgencia. Sin dudarlo se encaminó hasta el librero y le solicitó con suma educación que quería “un Quijote”, al tiempo que musitaba algo azorado que desconocía el título exacto de la obra. A mi amigo librero, tan sabio como poco observador (ambas suelen ser características habitualmente coexistentes), no se le ocurrió otra cosa que arrollar al cliente con los eximios fastos editoriales del cuatricentenario: que si quería el Quijote de Mingote, que si el de la RAE (tales siglas debieron sonar al peticionario como si de las mismísimas SS se tratase), que si el de Francisco Rico… A estas alturas de la enumeración del catálogo de las naves, la indignación del cliente rebosó su propio vaso. Menos mal que, por fortuna, el hombre era de buenos modos, así que se limitó a precisar, no sin cierta irritación: “no, no, si yo quiero el de Cervantes”. Así se habla –pensé yo para mis adentros–, eso es tener las ideas claras, nada de gato por liebre. Al buen librero se le quedó el gesto como embalsamado y le indicó al comprador que sí, que por supuesto, que tenía una edición barata en dos tomos, mientras lo acompañaba hasta el estante en que la citada edición se encontraba. El cliente quedó allí dando vuelta entre las manos a la edición económica, y después de unos minutos se volvió enfurruñado hacia nosotros y dijo que no, que no se la llevaba, saliendo a continuación apresuradamente del comercio. “Natural”, le dije yo a mi amigo, “qué pretendías, después de haber intentado engañarle. Un poco más y le ofreces el Quijote de Avellaneda, o peor aún… el de Trapiello”.
A ver si nos enteramos de que Cervantes es legítima propiedad de todos los españoles, algo así como el toro de Osborne, que tan dignamente preside la Red de Carreteras Españolas desde tiempo inmemorial, tal vez incluso más allá de la remota época de la sangrienta suovetaurilia mediterránea. Con tales cosas no se juega. Para eso, además, se celebran los centenarios y hasta los cuatricentenarios: no por resaltar y aumentar y poner en sana circulación el valor de la “cosa” celebrada, sino para tener plena conciencia –al menos durante un año– de nuestro patrimonio y que no nos lo quieran escamotear, por si queremos explotarlo. Y a eso –a explotarlo– se dedican unos cuantos. De ahí que el logo con las aspas de Don Qvixote de La Mancha –caballero ingenuo cuando La Mancha no era todavía Comunidad Autónoma compuesta– haya dejado su sello en este año hasta en los envases de papel higiénico. Faltaría más; cada español con su Quijote hace lo que le da la gana, incluso –y sobre todo– en el cuarto de baño (por el este peninsular, sin duda menos identificado con nuestro manchego universal, es de suponer que lo hagan con Tirante-el-Blanco.CAT).
En realidad, y por llegar más lejos en lo del uso y abuso de la propiedad, pienso que –por supuesto, antes del final del cuatricentenario y con el logo citado– acabará por promoverse una edición especial de las aventuras de nuestro caballero Don Qvixote en ligero formato apto para lectura en inodoro, orientado a aquellos que gustan del placer de saborear su patrimonio durante la sentada cotidiana. No cabe duda de que los españoles, tan propietarios de nuestras propias cosas, saludaríamos a su autor como saludó aquel colega a Alexander Pope tras su traducción de la Odisea: “Bello libro, señor Pope, pero no diga que es de Homero”. Por fortuna, todavía quedan lectores inocentes que saben poner a abusadores y avispados varios en su debido lugar: si ha de ser un Quijote, pues que sea el de Cervantes.

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