
A ver si nos enteramos de que Cervantes es legítima propiedad de todos los españoles, algo así como el toro de Osborne, que tan dignamente preside la Red de Carreteras Españolas desde tiempo inmemorial, tal vez incluso más allá de la remota época de la sangrienta suovetaurilia mediterránea. Con tales cosas no se juega. Para eso, además, se celebran los centenarios y hasta los cuatricentenarios: no por resaltar y aumentar y poner en sana circulación el valor de la “cosa” celebrada, sino para tener plena conciencia –al menos durante un año– de nuestro patrimonio y que no nos lo quieran escamotear, por si queremos explotarlo. Y a eso –a explotarlo– se dedican unos cuantos. De ahí que el logo con las aspas de Don Qvixote de La Mancha –caballero ingenuo cuando La Mancha no era todavía Comunidad Autónoma compuesta– haya dejado su sello en este año hasta en los envases de papel higiénico. Faltaría más; cada español con su Quijote hace lo que le da la gana, incluso –y sobre todo– en el cuarto de baño (por el este peninsular, sin duda menos identificado con nuestro manchego universal, es de suponer que lo hagan con Tirante-el-Blanco.CAT).
En realidad, y por llegar más lejos en lo del uso y abuso de la propiedad, pienso que –por supuesto, antes del final del cuatricentenario y con el logo citado– acabará por promoverse una edición especial de las aventuras de nuestro caballero Don Qvixote en ligero formato apto para lectura en inodoro, orientado a aquellos que gustan del placer de saborear su patrimonio durante la sentada cotidiana. No cabe duda de que los españoles, tan propietarios de nuestras propias cosas, saludaríamos a su autor como saludó aquel colega a Alexander Pope tras su traducción de la Odisea: “Bello libro, señor Pope, pero no diga que es de Homero”. Por fortuna, todavía quedan lectores inocentes que saben poner a abusadores y avispados varios en su debido lugar: si ha de ser un Quijote, pues que sea el de Cervantes.
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