Acaba de celebrarse en Cáceres el I Congreso Nacional de Lectura, y paralelamente en Madrid, en la casa de América, se ha organizado una Conferencia Europea –en el marco del programa Cultura 2000, que más que marco parece cajón de sastre, porque ahí cabe de todo– para tratar de fomentar “una Europa lectora, más libre y cívica”. En ambos foros –palabreja que ahora está de moda, sobre todo en el ámbito político– se ha llegado a la conclusión de que es necesario que los españoles leamos más. Así las cosas, a ver si, para empezar, nuestros “diputados y diputadas” se aplican el cuento –o la novela o el ensayo o lo que haga falta. En la clausura de la Conferencia Europea, Carmen Calvo se ha mostrado muy contenta –lo cual no es de extrañar, por otra parte, dado que acaba de salvar la pelleja en el reciente corte de cabezas Zapatero consule, cuando la lógica señalaba su cuello como uno de los más apetecibles– y ha apostado, con palabras dignas de Proust, por “la necesidad de políticas transversales, con la implicación de la iniciativa pública y privada, y en los distintos formatos, con el propósito final de que todo confluya hacia la lectura como la gran actividad humana de reflexión”. Es evidente que Calvo ha conservado su cartera –la ministerial, y en consecuencia la otra– por la complejidad conceptual de su discurso. Y por la loa de la transversalidad, claro, que nadie duda a estas alturas que es la panacea para todos los males del siglo XXI, junto con la sostenibilidad y tres o cuatro crípticas “idades” semejantes.
De cualquier modo, no sé de qué se quejan nuestros políticos, nuestros intelectuales y nuestros editores. Porque en España se lee, y mucho. Vaya si se lee. Sólo hay que echar un vistazo a las listas de los libros más vendidos en nuestro país: no salen por menos de un kilo de papel y letras cada uno. De calidad mejor no hablar, pero de cantidad, lo que se quiera. Algunos de estos títulos, incluso, se leen con suma aplicación; conozco el caso de un afanado lector de la Historia del rey transparente que, además de dedicarle varios meses al grueso volumen, subrayaba párrafos y hacía cuidadosas anotaciones con lápiz en los márgenes, como si de un valioso códice medieval se tratara; a los tres cuartos de hora se quedaba dormido en el sofá. Con aquel épico lector, seguramente transversal, aprendí que en España leer es sufrir, que es tradición muy arraigada en nuestros lares: los libros más vendidos y más gordos son como los pesados pasos de la Semana Santa, cuya sola contemplación causa admiración y angustia a un tiempo.
Está claro, pues, que no cabe albergar dudas acerca del ímprobo esfuerzo que los españoles dedican a desembarazarse de las páginas de los libros que más compran: además de la historia del rey de marras, las múltiples entregas de Harry Potter, Los pilares de la tierra, La Hermandad de la Sábana Santa, El último catón, la cuadrilogía de mi amigo Dan Marrón e incluso el Quijote –que también ha ascendido a la lista de los más deseados y adquiridos, quién sabe si leídos, después de convertirse en marca registrada– bastarían por sí mismos para agotar el potencial de celulosa de la Amazonía al completo y enriquecer a psicólogos, oftalmólogos y fabricantes de lentes progresivas. Algo que probablemente está ocurriendo ya. ¿Quién da más?
Ahora bien, si de lo que se está hablando es del ampuloso propósito de lograr “una Europa más libre y cívica”, tal vez debiéramos empezar por otros planteamientos. Aun respetando el natural derecho de todo lector a comprar lo que mayormente le apetece, quizá sería cuestión de devolver a la literatura a su debido lugar; de que los editores se planteen si su prioridad es publicar o vender; de que el sistema educativo enfatice con honradez e inteligencia los contenidos literarios; de que el sistema político-económico admita que la formación humanística es necesaria antes que inútil; de que se recupere el aprecio por la cultura y la civilización; de que se entienda el espíritu crítico como una virtud y no como un elemento socialmente conflictivo. Ninguna de estas cuestiones es “transversal”, sino central, onfálica. Al margen de la huera palabrería desplegada en encuentros, conferencias, foros, ¿quién está dispuesto verdaderamente a asumir los riesgos de una ciudadanía crítica y formada? Mejor será que nos dejen tranquilos, no lo vayan a poner peor.
De cualquier modo, no sé de qué se quejan nuestros políticos, nuestros intelectuales y nuestros editores. Porque en España se lee, y mucho. Vaya si se lee. Sólo hay que echar un vistazo a las listas de los libros más vendidos en nuestro país: no salen por menos de un kilo de papel y letras cada uno. De calidad mejor no hablar, pero de cantidad, lo que se quiera. Algunos de estos títulos, incluso, se leen con suma aplicación; conozco el caso de un afanado lector de la Historia del rey transparente que, además de dedicarle varios meses al grueso volumen, subrayaba párrafos y hacía cuidadosas anotaciones con lápiz en los márgenes, como si de un valioso códice medieval se tratara; a los tres cuartos de hora se quedaba dormido en el sofá. Con aquel épico lector, seguramente transversal, aprendí que en España leer es sufrir, que es tradición muy arraigada en nuestros lares: los libros más vendidos y más gordos son como los pesados pasos de la Semana Santa, cuya sola contemplación causa admiración y angustia a un tiempo.
Está claro, pues, que no cabe albergar dudas acerca del ímprobo esfuerzo que los españoles dedican a desembarazarse de las páginas de los libros que más compran: además de la historia del rey de marras, las múltiples entregas de Harry Potter, Los pilares de la tierra, La Hermandad de la Sábana Santa, El último catón, la cuadrilogía de mi amigo Dan Marrón e incluso el Quijote –que también ha ascendido a la lista de los más deseados y adquiridos, quién sabe si leídos, después de convertirse en marca registrada– bastarían por sí mismos para agotar el potencial de celulosa de la Amazonía al completo y enriquecer a psicólogos, oftalmólogos y fabricantes de lentes progresivas. Algo que probablemente está ocurriendo ya. ¿Quién da más?
Ahora bien, si de lo que se está hablando es del ampuloso propósito de lograr “una Europa más libre y cívica”, tal vez debiéramos empezar por otros planteamientos. Aun respetando el natural derecho de todo lector a comprar lo que mayormente le apetece, quizá sería cuestión de devolver a la literatura a su debido lugar; de que los editores se planteen si su prioridad es publicar o vender; de que el sistema educativo enfatice con honradez e inteligencia los contenidos literarios; de que el sistema político-económico admita que la formación humanística es necesaria antes que inútil; de que se recupere el aprecio por la cultura y la civilización; de que se entienda el espíritu crítico como una virtud y no como un elemento socialmente conflictivo. Ninguna de estas cuestiones es “transversal”, sino central, onfálica. Al margen de la huera palabrería desplegada en encuentros, conferencias, foros, ¿quién está dispuesto verdaderamente a asumir los riesgos de una ciudadanía crítica y formada? Mejor será que nos dejen tranquilos, no lo vayan a poner peor.
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