Maldito cigarrillo, 29.03.06

“Apaga ese maldito cigarrillo” fueron, al parecer, las prosaicas últimas palabras que Hector Hugh Munro le dedicó al mundo –y en concreto a uno de sus compañeros en el frente de la Primera Guerra Mundial– justo antes de morirse de un balazo incrustado en la cabeza, en 1916. No es de extrañar que Munro no se mostrase más efusivo o lírico al despedirse de la vida; probablemente tenía bien presente la inevitable verdad de aquella frase que él mismo había escrito años atrás: “No soporto la posteridad: le encanta tener la última palabra”.
A pesar de las inmundicias múltiples a que muchas de nuestras editoriales nos tienen acostumbrados, entregadas en cuerpo y alma a los mastuerzos de mucho peso y poca sustancia que hacen el agosto –y por desgracia el resto del año– entre las librerías y los lectores que creen que lo son (mejor no echemos un vistazo a los diez más vendidos para no deprimirnos), de vez en cuando aparecen proyectos editoriales y productos que nos hacen recuperar la fe –ya muy maltrecha, todo hay que decirlo– en la labor vocacional de la edición. Es el caso de la joven editorial Alpha Decay, que con sólo algo más de un año en circulación se ha atrevido a poner en el mercado –entre otras exquisiteces que ahora no vienen al punto- los cuentos completos de Saki, enigmático pseudónimo del genial escritor birmano-inglés Hector Hugh Munro.
Munro está en la línea de los grandes satíricos, en la riquísima veta de los maestros del humor negro anglosajón: Swift, Wilde, De Quincey… De sus particulares vivencias –una malaria casi constante, una carencia afectiva de sus padres (la madre murió grotescamente arrollada por una vaca siendo él bebé y el padre estaba en servicio militar permanente), un régimen de terror bajo la tutela de sus tías, una homosexualidad encubierta y desdeñosa, una timidez enfermiza y excluyente– se deriva casi inevitablemente un carácter implacable que cuaja en una literatura tan aguda como temible, fustigadora de los vicios y los ocios de la sociedad eduardiana. Muchos de los cuentos de Saki fueron en realidad entregas semanales publicadas en periódicos, y su carácter extraordinariamente corrosivo habla bien en favor de la ausencia de una censura efectiva en la prensa de su época. Los personajes que en su pluma llegan a convertirse en deliciosamente arquetípicos –damas estultas y avinagradas, militares insulsos y pretenciosos, políticos abominables, diplomáticos romos o ignorantes– no sólo son expuestos a la crítica más mordaz que se pueda imaginar, sino que son motivo de carcajada a través de diálogos tan hilarantes como absolutamente desquiciados. Reginald, uno de sus personajes más emblemáticos, protagonista de una larga serie de relatos, es un trasunto del propio Munro, aunque convenientemente disfrazado de ‘dandy’ y lo suficientemente despectivo y vitriólico –la sombra de Wilde planea sobre el personaje– como para reventar una fiesta, airear secretos que nunca airearía un ‘gentleman’ o sacar de sus casillas a una princesa rusa. En todo caso, en la recopilación de Alpha Decay no faltan tampoco los cuentos de corte fantástico a que Munro era tan aficionado –muestra exquisita del género–, así como la serie de Clovis y la crítico-metafórica de “animales y superanimales”.
De Saki no sabemos mucho más aparte de su tenaz entrega al ejercicio de la escritura, de su persistente negativa a medrar en el escalafón vital –incluso cuando la ocasión le fue propicia, sobre todo en el seno del ejército, donde rechazó reiteradamente varios ascensos–, de su esmerada cultura y su afición por las literaturas orientales –de donde su pseudónimo, tomado de la poesía de Omar Khayam. Hoy, a los noventa años de su desaparición, la recuperación de su obra, excepcionalmente fresca todavía, es todo un acontecimiento, en especial en estos tiempos de literatura de saldo y ocasión que acecha en cada esquina, en estas horas de triste conformismo en que un francotirador leal está mal visto y la lucidez intelectual es un pecado.

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