Estamos atravesando una época realmente negra. Después de un periodo ya extinto en que pareció atisbarse un destello de progreso –o más bien la ilusión de ese destello, que después ha quedado en cartón piedra: utopía y desencanto, Magris dixit– nos encontramos en plena apología del retroceso, lo mismo en Occidente que en Oriente, en el norte que en el sur. Leo en la prensa con gesto resignado la última boutade con sello made in China: el director de cine Lou Ye, que ha realizado una película que ahora se presenta en Cannes sobre la matanza de Tiananmén, ha sido amenazado con la imposibilidad de volver a rodar otro trabajo en cinco años, por haberse plantado en Francia sin permiso del gobierno chino y, sobre todo –suponemos–, por tocar temas non gratos. Qué horror, dirán ustedes. Y es verdad. Hubiera sido más sencillo dejar que la maquinaria del cine en sí misma –un poco lerda a veces, pero no siempre– siguiera su curso, porque al decir de la crítica, la película es bastante soporífera y no parece que vaya a llegar lejos. De momento, el toque de Pekín ha granjeado a la obrita una expectación de la que, de otro modo, probablemente no hubiera gozado. Pero eso es la censura: no sólo regresión, sino también estupidez –desconcertante fenómeno descrito por Cipolla– y ceguera.
Ahora bien, si esto ocurre en el Extremo Oriente, no creamos que en el Occidente Extremo estamos más a salvo. Y esto empieza ya a sonar peor. De determinados regímenes cabe esperar, no sin disgusto, manifestaciones de semejante índole pero, ¿qué decir de las restricciones duramente ejercidas en el beatífico marco del “menos malo de los sistemas posibles”? Hay que constatar no sin espanto que cada vez son más los países supuestamente progresistas que se están sumando al adictivo deporte de la amputación radical. De Estados Unidos, el sancta sanctorum de las libertades venales, nos llegan constantemente noticias de drásticos recortes de canciones, de películas, de noticias; algo que el mundo civilizado tolera con gracejo, porque estos americanos –comentamos– son “la pera”, vaya cómo se molestan por una nimiedad cualquiera: y ahí queda todo, mientras por la comisura de la boca nos asoma un pedazo de hamburguesa democrática y de postre, para entonar, nos pedimos un decoroso Rize con leche.
Los modos perversos en seguida se propagan y además, como las penas que los borrachos ahogan sin éxito en sus vasos, saben nadar y atravesar el charco. Así que henos aquí, en Europa, la ancestral patria de las conquistas sociales, siguiendo hechuras sonrojantes de allende los mares que debiéramos condenar abiertamente, y desde luego no imitar. Pero todo apunta a que se están perdiendo sin remedio los papeles. Recientemente Francia se ha pasado su histórica Revolución y sus significados por el mismísimo Arco de Triunfo –que es lo suyo– al censurar la representación de una obra de Peter Handke en la Comédie-Française de París, por la presencia privada del escritor austriaco en el entierro de Milosevic. Por su parte, es cierto que los chinos amenazan a Lou Ye –de momento sólo eso– con no olerse ni otra peli en cinco años por bocazas, pero en Viena ya le han caído a David Irving tres recios años de cárcel por sostener teorías heterodoxas sobre los entresijos del nazismo; un extraño y desventajoso paralelo, quién lo duda.
Está claro que la barbarie está de moda. La barbarie en su sentido etimológico: los bárbaros en su origen eran “los otros”, los que no hablaban la lengua adecuada, es decir, la nuestra. De hecho, con la voz helénica barbarós se designaba al tartamudo. Y no es extraño. Cada vez han de ser más los tartamudos; los tartamudos por la disidencia de la única lengua oficial reconocida, por el miedo de no poder decir lo que se piensa –por disparatado o enojoso que parezca–, en tanto que otros dicen el horror continuamente, sin el mínimo temblor, y nada ocurre: sinuosas filigranas de una muy degradada tolerancia que ha perdido el poder de convicción, la dignidad y la rectitud de sus principios por el sórdido camino de la manipulación. La censura empieza a revivir tiempos dichosos. Y esto no ha hecho más que comenzar. Entre las verdades oficiales que no admiten discusión y el maniqueísmo más dogmáticamente represivo sólo media un paso: los polis y los cacos, los buenos y los malos. Los vivos y los muertos.
Ahora bien, si esto ocurre en el Extremo Oriente, no creamos que en el Occidente Extremo estamos más a salvo. Y esto empieza ya a sonar peor. De determinados regímenes cabe esperar, no sin disgusto, manifestaciones de semejante índole pero, ¿qué decir de las restricciones duramente ejercidas en el beatífico marco del “menos malo de los sistemas posibles”? Hay que constatar no sin espanto que cada vez son más los países supuestamente progresistas que se están sumando al adictivo deporte de la amputación radical. De Estados Unidos, el sancta sanctorum de las libertades venales, nos llegan constantemente noticias de drásticos recortes de canciones, de películas, de noticias; algo que el mundo civilizado tolera con gracejo, porque estos americanos –comentamos– son “la pera”, vaya cómo se molestan por una nimiedad cualquiera: y ahí queda todo, mientras por la comisura de la boca nos asoma un pedazo de hamburguesa democrática y de postre, para entonar, nos pedimos un decoroso Rize con leche.
Los modos perversos en seguida se propagan y además, como las penas que los borrachos ahogan sin éxito en sus vasos, saben nadar y atravesar el charco. Así que henos aquí, en Europa, la ancestral patria de las conquistas sociales, siguiendo hechuras sonrojantes de allende los mares que debiéramos condenar abiertamente, y desde luego no imitar. Pero todo apunta a que se están perdiendo sin remedio los papeles. Recientemente Francia se ha pasado su histórica Revolución y sus significados por el mismísimo Arco de Triunfo –que es lo suyo– al censurar la representación de una obra de Peter Handke en la Comédie-Française de París, por la presencia privada del escritor austriaco en el entierro de Milosevic. Por su parte, es cierto que los chinos amenazan a Lou Ye –de momento sólo eso– con no olerse ni otra peli en cinco años por bocazas, pero en Viena ya le han caído a David Irving tres recios años de cárcel por sostener teorías heterodoxas sobre los entresijos del nazismo; un extraño y desventajoso paralelo, quién lo duda.
Está claro que la barbarie está de moda. La barbarie en su sentido etimológico: los bárbaros en su origen eran “los otros”, los que no hablaban la lengua adecuada, es decir, la nuestra. De hecho, con la voz helénica barbarós se designaba al tartamudo. Y no es extraño. Cada vez han de ser más los tartamudos; los tartamudos por la disidencia de la única lengua oficial reconocida, por el miedo de no poder decir lo que se piensa –por disparatado o enojoso que parezca–, en tanto que otros dicen el horror continuamente, sin el mínimo temblor, y nada ocurre: sinuosas filigranas de una muy degradada tolerancia que ha perdido el poder de convicción, la dignidad y la rectitud de sus principios por el sórdido camino de la manipulación. La censura empieza a revivir tiempos dichosos. Y esto no ha hecho más que comenzar. Entre las verdades oficiales que no admiten discusión y el maniqueísmo más dogmáticamente represivo sólo media un paso: los polis y los cacos, los buenos y los malos. Los vivos y los muertos.
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