Por culturalmente lejana que parezca, en este año cumple su milenario (y además creo que se reedita) una peculiar novela que ha sido comparada con el Quijote de Cervantes, por más que haya nacido en una civilización bien distinta de la nuestra occidental y deba su existencia, para colmo, a una mujer. Me refiero al Genji Monogatari o Historia de Genji, salido de la pluma de la escritora japonesa Murasaki Shikibu en torno al año 1005 (la fecha no es precisa), y que puede considerarse la primera novela de autoría femenina de la Historia de la Literatura.
La conexión del Genji Monogatari con el Quijote cervantino le parecía a Borges de lo más clara, salvando las distancias evidentes del entorno en que ambas novelas nacieron (para Borges, incluso, el ambiente que recrea el Genji Monogatari resulta bastante más complejo y refinado que el reflejado por la obra cervantina; aunque también es verdad que con Cervantes siempre mantuvo Borges una curiosa relación de amor y odio). Ambas obras marcan a su modo pautas fundamentales de la novela moderna y ambas comparten una apariencia estilística común, que es el ser una historia de historias. Pero es que, por añadidura, ambas son mucho más que una mera enumeración de hechos; en el Quijote es sobradamente conocida –quizá, y desgraciadamente, cada vez menos porque es cada vez menos leído– su propiedad de novela psicológica, con personajes que no sólo actúan, sino que además son y sienten y piensan y se comportan conforme a su carácter, nunca descrito pero siempre sabiamente sugerido y presente.
La conciencia del tiempo, tan importante también en Cervantes, es esencial en el Genji Monogatari, y quizá sea ésta una de las características más atractivas para el lector occidental. Precisamente este factor –junto a la monumentalidad de la obra de la escritora japonesa, con cincuenta y cuatro capítulos y dos mil páginas de extensión dedicadas al retrato de un mundo aristocrático exquisito– ha suscitado otra comparación, realizada esta vez por Marguerite Yourcenar (quien cifraba en Murasaki su escritora más admirada): la del Genji Monogatari con À la recherche du temps perdu, de Proust. Y es que la conciencia del tiempo es terriblemente aguda en Murasaki aunque, sin embargo, súbitamente se vuelva intangible: si para Proust el tiempo era la conciencia de la duración, para Murasaki, como para todos los budistas, el tiempo es una ilusión y la conciencia del tiempo es la conciencia de lo efímero.
A pesar de que ya en su época fue reconocido su talento, muy escasos son los datos que perduran acerca de la vida de Murasaki Shikibu. Tal vez nació en el 975, tal vez murió en el 1014. Ni siquiera conocemos su auténtico nombre. “Murasaki” designa la tinta de una planta, la púrpura imperial, y el término “shikibu” no es un nombre ni un apellido, sino que indica las funciones ejercidas por el padre de la dama al cuidado del departamento de ritos. En consecuencia, se ha traducido Murasaki Shikibu al español como “Violeta de Protocolo”. Dicen que su padre lamentaba que aquella niña tan inteligente no hubiese nacido varón: la eterna historia repetida. No obstante lo cual, el padre no impidió a la joven los viajes ni el estudio. Ya en Kyoto, la vieja capital imperial, Murasaki contrajo matrimonio hacia el 998 con un descendiente de la poderosa familia de los Fujiwara, pero bien pronto una epidemia termina con la vida del esposo. La joven viuda se retira a vivir en soledad, durante cuatro años, mientras escucha las plegarias de los bonzos, quedando en ella la huella budista que se reflejará más tarde en su literatura. A los veintinueve años Murasaki pasará a vivir en la Corte como dama de compañía de la aguda emperatriz Akiko.
En la Edad de Heian (794-1192) reinaba entre las elites la paz y el ocio. Esta particular sociedad, no exenta de tintes matriarcales, produjo una cantidad considerable de mujeres que escribían, hasta el punto de existir más escritoras que escritores. Es un fenómeno único, en Japón y tal vez en el mundo. En la femenina intimidad cultivada al amparo de las puertas corredizas y los biombos, se gestaba una fertilísima creación, en especial poética, aunque también florecían los diarios íntimos y las novelas. Murasaki Shikibu, embebida de este ambiente, alumbra una de las más delicadas y sagaces creaciones de la literatura universal. La pervivencia de su bellísima obra supo intuirla y explicarla ella misma: “el arte es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir”.
La conexión del Genji Monogatari con el Quijote cervantino le parecía a Borges de lo más clara, salvando las distancias evidentes del entorno en que ambas novelas nacieron (para Borges, incluso, el ambiente que recrea el Genji Monogatari resulta bastante más complejo y refinado que el reflejado por la obra cervantina; aunque también es verdad que con Cervantes siempre mantuvo Borges una curiosa relación de amor y odio). Ambas obras marcan a su modo pautas fundamentales de la novela moderna y ambas comparten una apariencia estilística común, que es el ser una historia de historias. Pero es que, por añadidura, ambas son mucho más que una mera enumeración de hechos; en el Quijote es sobradamente conocida –quizá, y desgraciadamente, cada vez menos porque es cada vez menos leído– su propiedad de novela psicológica, con personajes que no sólo actúan, sino que además son y sienten y piensan y se comportan conforme a su carácter, nunca descrito pero siempre sabiamente sugerido y presente.
La conciencia del tiempo, tan importante también en Cervantes, es esencial en el Genji Monogatari, y quizá sea ésta una de las características más atractivas para el lector occidental. Precisamente este factor –junto a la monumentalidad de la obra de la escritora japonesa, con cincuenta y cuatro capítulos y dos mil páginas de extensión dedicadas al retrato de un mundo aristocrático exquisito– ha suscitado otra comparación, realizada esta vez por Marguerite Yourcenar (quien cifraba en Murasaki su escritora más admirada): la del Genji Monogatari con À la recherche du temps perdu, de Proust. Y es que la conciencia del tiempo es terriblemente aguda en Murasaki aunque, sin embargo, súbitamente se vuelva intangible: si para Proust el tiempo era la conciencia de la duración, para Murasaki, como para todos los budistas, el tiempo es una ilusión y la conciencia del tiempo es la conciencia de lo efímero.
A pesar de que ya en su época fue reconocido su talento, muy escasos son los datos que perduran acerca de la vida de Murasaki Shikibu. Tal vez nació en el 975, tal vez murió en el 1014. Ni siquiera conocemos su auténtico nombre. “Murasaki” designa la tinta de una planta, la púrpura imperial, y el término “shikibu” no es un nombre ni un apellido, sino que indica las funciones ejercidas por el padre de la dama al cuidado del departamento de ritos. En consecuencia, se ha traducido Murasaki Shikibu al español como “Violeta de Protocolo”. Dicen que su padre lamentaba que aquella niña tan inteligente no hubiese nacido varón: la eterna historia repetida. No obstante lo cual, el padre no impidió a la joven los viajes ni el estudio. Ya en Kyoto, la vieja capital imperial, Murasaki contrajo matrimonio hacia el 998 con un descendiente de la poderosa familia de los Fujiwara, pero bien pronto una epidemia termina con la vida del esposo. La joven viuda se retira a vivir en soledad, durante cuatro años, mientras escucha las plegarias de los bonzos, quedando en ella la huella budista que se reflejará más tarde en su literatura. A los veintinueve años Murasaki pasará a vivir en la Corte como dama de compañía de la aguda emperatriz Akiko.
En la Edad de Heian (794-1192) reinaba entre las elites la paz y el ocio. Esta particular sociedad, no exenta de tintes matriarcales, produjo una cantidad considerable de mujeres que escribían, hasta el punto de existir más escritoras que escritores. Es un fenómeno único, en Japón y tal vez en el mundo. En la femenina intimidad cultivada al amparo de las puertas corredizas y los biombos, se gestaba una fertilísima creación, en especial poética, aunque también florecían los diarios íntimos y las novelas. Murasaki Shikibu, embebida de este ambiente, alumbra una de las más delicadas y sagaces creaciones de la literatura universal. La pervivencia de su bellísima obra supo intuirla y explicarla ella misma: “el arte es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir”.
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