Parece que el encuentro en Oviedo de Günter Grass y Claudio Magris, dos de nuestros Premios Príncipe de Asturias de las Letras más brillantes, a la par que intelectuales de talla y honestidad sobradas, está dando frutos más que interesantes. A la habitual, y esperable, reflexión sobre el lenguaje han sabido imprimir un giro magistral del que sólo pueden ser capaces dos “monstruos” (sensu etimologico) de su categoría: el hecho irrefutable de la palabra falsa y de sus consecuencias. “La verdad está malherida”, han declarado. Asunto realmente grave, en verdad. Lo que ocurre es que, como el titular de marras aparece en las páginas de Cultura de los diarios, las tres cuartas partes de los españoles (al menos, seis millones de ellos enfrascados en Pasión de Gavilanes, según las estadísticas) no se enterarán, y la parte restante creerá tal vez que se trata de retórica puramente literaria para pasar el rato. O no: que, claro está, de todo hay.
El caso es que Grass y Magris han puesto de manifiesto la escandalosa manipulación –la sarta de mentiras, o sea– que se está promoviendo desde determinados gobiernos, en torno a temas tan candentes como conflictivos (léase Iraq, Bophal, Afganistán, Palestina…) con la aquiescencia vergonzosa de ciertos medios de comunicación. Los demás participantes en el encuentro ovetense –Iván Nagel, Ángeles Espinosa (El País), Massimo Nava (Corriere della Sera) entre otros muchos periodistas invitados– ratificaron la misma penosa conclusión a la revolucionaria pregunta propuesta por Magris: “¿Es posible decir las cosas como son?”. Hace bastantes años, Hannah Arendt (tomando como referencia a Platón, supongo) escribió que la política es el lugar privilegiado de la mentira; y aunque en aquellos tiempos el peso descomunal de los medios de comunicación todavía no había adquirido la dimensión actual, supo la enorme ensayista alemana entrever una paradoja terrible: que “hoy se miente a los ciudadanos allí donde, en principio, pueden saberlo todo”, que existe una “conspiración a plena luz” auspiciada por la ¿sobreinformación?
La cuestión planteada por Magris no es, desde luego, inocente, aunque a primera vista pudiera parecerlo hasta la ingenuidad. No se trata de que se pueda decir o no la verdad, de que se quiera mentir. Se trata de algo mucho más intenso, más profundo, más inteligente: ¿estamos preparados para que nos digan las cosas tal como son? Hay una obrita de un norteamericano, James Morrow, que se llama Ciudad de Verdad (por desgracia, no disponible en castellano, que yo sepa). En el texto de Morrow se plantea perversamente la misma cuestión mediante una ciudad en la que todos sus habitantes tienen la obligación de decir la verdad: el campamento de verano de los niños se llama “Ahí os quedáis, chavales”, las etiquetas de los productos evidencian sus defectos, las fórmulas de cortesía son del tipo “Suyo hasta cierto punto”. Pueden imaginarse que la cosa acaba como el rosario de la aurora: para los habitantes de la ciudad, decir la verdad continuamente llega a convertirse en un martirio y, por supuesto, en un germen de violencia.
En su ensayo Sobre un supuesto derecho a mentir por humanidad, Kant acaba por negar rotundamente la posibilidad de la mentira, humanitaria ni de ningún otro género (no olvidemos que Kant era partidario de aquello del Imperativo Categórico). El argumento de Kant se me antoja irrefutable y bello: mentir es faltar a la esencia más profunda de la palabra, a la promesa de verdad que cada palabra que nace conceptualmente implica. Mentir, entonces, es hablar sin palabras dignas, es obrar mezquinamente al margen de la lengua. ¿Quién lo dudaría? Sin embargo, Benjamin Constant le refutó, afirmando que “la mentira es necesaria para que el vínculo social no se destruya”: vamos, lo de la Ciudad de la Verdad. Menudo espanto. Y menudo paraguas, también, para aquellos que piensan que sus acciones (desde las más cotidianas a las más abyectas) pueden justificarse a cualquier precio con una mentira oportuna.
Por lo que parece, Günter Grass y Claudio Magris, junto a otros muchos, han confirmado su militancia en la senda de los intelectuales comprometidos. Últimamente nos han llamado la atención, por citar sólo a algunos, Harold Pinter (cuyo discurso fue muy mal acogido en el entorno Nobel), Amos Oz (a quien el gobierno turco quiere echar el guante) o Noam Chomsky (cuyas teorías no son del gusto del gobierno de Estados Unidos). La especie de los escritores parlanchines y comprometidos, a qué negarlo, no está precisamente de moda. Deberían hablar menos y escribir más, sobre todo de paisajes, de pájaros, de amaneceres. Y en cuanto al resto… pues atiborrémonos de falsedades: mintamos piadosamente a nuestras parejas, a nuestros hijos y padres, lleguemos más lejos si nos dejan, matemos por el bien de los demás. ¿Acaso alguien necesita la verdad?
El caso es que Grass y Magris han puesto de manifiesto la escandalosa manipulación –la sarta de mentiras, o sea– que se está promoviendo desde determinados gobiernos, en torno a temas tan candentes como conflictivos (léase Iraq, Bophal, Afganistán, Palestina…) con la aquiescencia vergonzosa de ciertos medios de comunicación. Los demás participantes en el encuentro ovetense –Iván Nagel, Ángeles Espinosa (El País), Massimo Nava (Corriere della Sera) entre otros muchos periodistas invitados– ratificaron la misma penosa conclusión a la revolucionaria pregunta propuesta por Magris: “¿Es posible decir las cosas como son?”. Hace bastantes años, Hannah Arendt (tomando como referencia a Platón, supongo) escribió que la política es el lugar privilegiado de la mentira; y aunque en aquellos tiempos el peso descomunal de los medios de comunicación todavía no había adquirido la dimensión actual, supo la enorme ensayista alemana entrever una paradoja terrible: que “hoy se miente a los ciudadanos allí donde, en principio, pueden saberlo todo”, que existe una “conspiración a plena luz” auspiciada por la ¿sobreinformación?
La cuestión planteada por Magris no es, desde luego, inocente, aunque a primera vista pudiera parecerlo hasta la ingenuidad. No se trata de que se pueda decir o no la verdad, de que se quiera mentir. Se trata de algo mucho más intenso, más profundo, más inteligente: ¿estamos preparados para que nos digan las cosas tal como son? Hay una obrita de un norteamericano, James Morrow, que se llama Ciudad de Verdad (por desgracia, no disponible en castellano, que yo sepa). En el texto de Morrow se plantea perversamente la misma cuestión mediante una ciudad en la que todos sus habitantes tienen la obligación de decir la verdad: el campamento de verano de los niños se llama “Ahí os quedáis, chavales”, las etiquetas de los productos evidencian sus defectos, las fórmulas de cortesía son del tipo “Suyo hasta cierto punto”. Pueden imaginarse que la cosa acaba como el rosario de la aurora: para los habitantes de la ciudad, decir la verdad continuamente llega a convertirse en un martirio y, por supuesto, en un germen de violencia.
En su ensayo Sobre un supuesto derecho a mentir por humanidad, Kant acaba por negar rotundamente la posibilidad de la mentira, humanitaria ni de ningún otro género (no olvidemos que Kant era partidario de aquello del Imperativo Categórico). El argumento de Kant se me antoja irrefutable y bello: mentir es faltar a la esencia más profunda de la palabra, a la promesa de verdad que cada palabra que nace conceptualmente implica. Mentir, entonces, es hablar sin palabras dignas, es obrar mezquinamente al margen de la lengua. ¿Quién lo dudaría? Sin embargo, Benjamin Constant le refutó, afirmando que “la mentira es necesaria para que el vínculo social no se destruya”: vamos, lo de la Ciudad de la Verdad. Menudo espanto. Y menudo paraguas, también, para aquellos que piensan que sus acciones (desde las más cotidianas a las más abyectas) pueden justificarse a cualquier precio con una mentira oportuna.
Por lo que parece, Günter Grass y Claudio Magris, junto a otros muchos, han confirmado su militancia en la senda de los intelectuales comprometidos. Últimamente nos han llamado la atención, por citar sólo a algunos, Harold Pinter (cuyo discurso fue muy mal acogido en el entorno Nobel), Amos Oz (a quien el gobierno turco quiere echar el guante) o Noam Chomsky (cuyas teorías no son del gusto del gobierno de Estados Unidos). La especie de los escritores parlanchines y comprometidos, a qué negarlo, no está precisamente de moda. Deberían hablar menos y escribir más, sobre todo de paisajes, de pájaros, de amaneceres. Y en cuanto al resto… pues atiborrémonos de falsedades: mintamos piadosamente a nuestras parejas, a nuestros hijos y padres, lleguemos más lejos si nos dejan, matemos por el bien de los demás. ¿Acaso alguien necesita la verdad?
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