En estos días de centenario “más tres”, celebrados en diversos puntos de la provincia de Cádiz con cierta profusión de actos y exposiciones, parece haber acuerdo, al fin, en dejar a un lado antiguas rencillas con la Fundación Alberti y en asumir la necesidad de rescatar, aglutinar e incluso impulsar el legado de Rafael (el apellido es casi innecesario), uno de nuestros poetas andaluces más polifacéticos, inevitables y, sobre todo, universales (a pesar de las declaraciones de la diputada García, que ha asegurado querer dar a la figura del poeta portuense “marcado carácter provincial”: ??). Las diferencias generadas a la sombra de motivos personales deben verse siempre soslayadas cuando en mitad de la batalla hay proyectos y objetivos de mayor y más edificante alcance.
Hace tres años, con motivo del estricto centenario, se produjo un curioso fenómeno, por el que se quiso incidir, a la hora de revisar la figura del poeta portuense, en todo lo relacionado con su faceta artística –quiero decir, plástica–, más que en su obra literaria, de la que, por otra parte, se resaltó, quién sabe con qué intención, la producción más comprometida ideológicamente a la par que más endeble literariamente: Entre el Clavel y la Espada, Las Coplas de Juan Panadero, etc. En estos días de centesimotercero aniversario se ha insistido en los artistas plásticos “colaterales” o tangentes a la vida del poeta, y también –dentro ya de la propia producción poética albertiana– en aquellos libros primerizos, seguramente los más apreciados por el público, que descollaron en su tiempo por la recuperación de estrofas populares tradicionales (Marinero en Tierra, con especial atención a los cancioneros medievales en El Amante o El Alba del Alhelí). Pero deberíamos ser conscientes de que la obra de Alberti trasciende con mucho aquello de “Si mi voz muriese en tierra”, y que no es tampoco únicamente el poeta que se sumerge en las procelosas aguas de la poesía política para después redimirse por la pintura.
Semejantes consideraciones pasan por alto el contexto literario –los diferentes contextos socio-literarios, para ser más precisos– en que vivió el poeta de El Puerto de Santa María, cuando ello en realidad nos habla de una personalidad profundamente abierta y receptiva, bien enraizada en los diferentes movimientos intelectuales de su tiempo. Los metros sencillos del Premio Nacional de Literatura de 1925 coinciden con la fiebre popularista que aquejó a todos los del Grupo del 27 por aquel entonces, a la vez que los poemas de compromiso –de exilio– que Alberti publica a partir de 1941 constituyen una vena desmedidamente intensificada de una poesía hasta cierto punto justificable por la dureza de unas experiencias biográficas determinadas. Tras esto llegaron, como en una catarsis necesaria, los libros dedicados al amor y al erotismo (El Ceñidor de Venus Desceñido, Golfo de Sombras), y la mayor atención, práctica y también literaria (Homenaje a la Pintura) prestada al mundo de la plástica.
Hay, sin embargo, una etapa poética de Alberti más relegada, en la que creo que se ha reparado menos, que es su etapa surrealista, representada por poemarios como Sobre los Ángeles (1928) o el gran desconocido Sermones y Moradas (1930), libro este que ni siquiera ha gozado, que yo sepa, del honor de verse editado individualmente. Esta etapa surrealista puede fácilmente ser considerada uno de los puntales literarios del quehacer poético albertiano. Y es también, posiblemente, una de las mejores muestras (junto a Lorca y Aleixandre) de la autenticidad expresiva y alcance intelectual del surrealismo literario en España, que no se abandonó a la triste y paupérrima misión de ser mero portavoz de una tendencia estética foránea.
Para Pere Gimferrer, Sobre los Ángeles se inspira en el mismo canon de viaje iniciático que La Divina Comedia del Dante. Y algo de ello hay, en efecto, en ese poemario, y también en Sermones y Moradas. Un viaje iniciático y doloroso, un viaje de búsqueda interna y externa. Casi cuarenta años más tarde, el propio Alberti lo describirá en los siguientes términos: “Los ángeles, al abandonarme, sólo me habían dejado el hueco de la herida por la que se escaparon como un humo deshecho. ¿Qué me quedaba al fin? Moradas sin aire. Sermones rebotando contra un muro, sin réplica posible. Pero tal vez una pequeña luz se adivinaba ya al fondo de aquel túnel”.
Escritos en los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, ambos libros resultan sumamente subversivos. Su tono oscuro, críptico, tan apto para momentos de incertidumbre (“¿Qué nuevas desventuras esperan a las hojas para este otoño?/ ¿Qué espero rodeado de muertos al filo de una madrugada indecisa?”), no les atrajo en su momento demasiados lectores. La legión de ángeles heraldos de la muerte y el vacío, los sermones sobre la sangre sublevada contra los ecos de la guerra, no fueron atendidos. La luz que apuntaba al final del túnel –la luz republicana– fue pronto apagada.
En Rafael Alberti el Surrealismo se dignifica al adquirir dimensiones de protesta cívica. Un Surrealismo que pudo, incluso, dejar huella con su verso (“¿Adónde el Paraíso,/ sombra, tú que has estado?”) en uno de los libros más hermosos del propio Aleixandre (me refiero, obviamente, a Sombra del Paraíso). Un Surrealismo trascendente, que supera con mucho una mera estética coyuntural, un Surrealismo aún vivo, es el legado poético hoy casi olvidado de Alberti.
Hace tres años, con motivo del estricto centenario, se produjo un curioso fenómeno, por el que se quiso incidir, a la hora de revisar la figura del poeta portuense, en todo lo relacionado con su faceta artística –quiero decir, plástica–, más que en su obra literaria, de la que, por otra parte, se resaltó, quién sabe con qué intención, la producción más comprometida ideológicamente a la par que más endeble literariamente: Entre el Clavel y la Espada, Las Coplas de Juan Panadero, etc. En estos días de centesimotercero aniversario se ha insistido en los artistas plásticos “colaterales” o tangentes a la vida del poeta, y también –dentro ya de la propia producción poética albertiana– en aquellos libros primerizos, seguramente los más apreciados por el público, que descollaron en su tiempo por la recuperación de estrofas populares tradicionales (Marinero en Tierra, con especial atención a los cancioneros medievales en El Amante o El Alba del Alhelí). Pero deberíamos ser conscientes de que la obra de Alberti trasciende con mucho aquello de “Si mi voz muriese en tierra”, y que no es tampoco únicamente el poeta que se sumerge en las procelosas aguas de la poesía política para después redimirse por la pintura.
Semejantes consideraciones pasan por alto el contexto literario –los diferentes contextos socio-literarios, para ser más precisos– en que vivió el poeta de El Puerto de Santa María, cuando ello en realidad nos habla de una personalidad profundamente abierta y receptiva, bien enraizada en los diferentes movimientos intelectuales de su tiempo. Los metros sencillos del Premio Nacional de Literatura de 1925 coinciden con la fiebre popularista que aquejó a todos los del Grupo del 27 por aquel entonces, a la vez que los poemas de compromiso –de exilio– que Alberti publica a partir de 1941 constituyen una vena desmedidamente intensificada de una poesía hasta cierto punto justificable por la dureza de unas experiencias biográficas determinadas. Tras esto llegaron, como en una catarsis necesaria, los libros dedicados al amor y al erotismo (El Ceñidor de Venus Desceñido, Golfo de Sombras), y la mayor atención, práctica y también literaria (Homenaje a la Pintura) prestada al mundo de la plástica.
Hay, sin embargo, una etapa poética de Alberti más relegada, en la que creo que se ha reparado menos, que es su etapa surrealista, representada por poemarios como Sobre los Ángeles (1928) o el gran desconocido Sermones y Moradas (1930), libro este que ni siquiera ha gozado, que yo sepa, del honor de verse editado individualmente. Esta etapa surrealista puede fácilmente ser considerada uno de los puntales literarios del quehacer poético albertiano. Y es también, posiblemente, una de las mejores muestras (junto a Lorca y Aleixandre) de la autenticidad expresiva y alcance intelectual del surrealismo literario en España, que no se abandonó a la triste y paupérrima misión de ser mero portavoz de una tendencia estética foránea.
Para Pere Gimferrer, Sobre los Ángeles se inspira en el mismo canon de viaje iniciático que La Divina Comedia del Dante. Y algo de ello hay, en efecto, en ese poemario, y también en Sermones y Moradas. Un viaje iniciático y doloroso, un viaje de búsqueda interna y externa. Casi cuarenta años más tarde, el propio Alberti lo describirá en los siguientes términos: “Los ángeles, al abandonarme, sólo me habían dejado el hueco de la herida por la que se escaparon como un humo deshecho. ¿Qué me quedaba al fin? Moradas sin aire. Sermones rebotando contra un muro, sin réplica posible. Pero tal vez una pequeña luz se adivinaba ya al fondo de aquel túnel”.
Escritos en los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, ambos libros resultan sumamente subversivos. Su tono oscuro, críptico, tan apto para momentos de incertidumbre (“¿Qué nuevas desventuras esperan a las hojas para este otoño?/ ¿Qué espero rodeado de muertos al filo de una madrugada indecisa?”), no les atrajo en su momento demasiados lectores. La legión de ángeles heraldos de la muerte y el vacío, los sermones sobre la sangre sublevada contra los ecos de la guerra, no fueron atendidos. La luz que apuntaba al final del túnel –la luz republicana– fue pronto apagada.
En Rafael Alberti el Surrealismo se dignifica al adquirir dimensiones de protesta cívica. Un Surrealismo que pudo, incluso, dejar huella con su verso (“¿Adónde el Paraíso,/ sombra, tú que has estado?”) en uno de los libros más hermosos del propio Aleixandre (me refiero, obviamente, a Sombra del Paraíso). Un Surrealismo trascendente, que supera con mucho una mera estética coyuntural, un Surrealismo aún vivo, es el legado poético hoy casi olvidado de Alberti.
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