Artes y parte, 15.02.06

Acaba de clausurarse la Feria de ARCO y, al margen del gentío y del ingenuo espectáculo propio de todos los años (espectáculo que cada vez lo es menos, o tal vez es que estamos ya vacunados contra todo), parece que en esta jornada se detectan cosas nuevas. Aunque en realidad yo no estoy tan convencida. Los periódicos han insistido en la incorporación a la Feria de formas artísticas alternativas, con especial relevancia del cómic o las videoinstalaciones. Sin embargo, a quienes nos hemos pateado la Feria en este año y en otros y hasta hemos comisariado algún proyecto en ella, porque nos gusta el arte contemporáneo y el menos contemporáneo también, no nos ha parecido tan específicamente masiva la afluencia de estos lenguajes supuestamente nuevos; lenguajes, por otra parte, un tanto gastados y ya con varias décadas de vida (lo que en arte es como decir centurias) sobre las espaldas, en ARCO y fuera de ARCO. Sí que es cierto que, según la tendencia del año en cuestión, se prima un poco más la fotografía o las instalaciones o los vídeos o la pintura o lo que fuere. Esto no sólo se hace, sino que además se subraya: hay que poner un cebo fácil para que pueda hablarse públicamente de la Feria, y pueda hablarse con cierta sensatez (y con intereses acotados), porque ya sabemos todos que hablar de arte contemporáneo es tarea harto compleja.
En todo caso, visitar ARCO o cualquier otra feria de arte del mundo sirve para poner el dedo en la llaga de un problema con más fondo, como es el de la auténtica entidad y consideración del arte. Es evidente que el concepto de arte, y en especial el concepto de arte occidental, ha sufrido una (r)evolución pasmosa desde sus mismos comienzos; no hay más que pensar en el camino que se ha recorrido desde Altamira hasta llegar a un envase de Sopa Campbell como objeto susceptible de ser calificado como “artístico”. Los lenguajes más contemporáneos tratan de reivindicar la cotidianeidad del arte, el hecho de que cualquier acción o elemento de nuestra vida puede adquirir el rango de arte en función de ciertas manos, de cierta firma, que le otorga semejante don. Así es como surgen las instalaciones, las composiciones digitales y electrónicas… intitulándose a veces con nombres sectarios (BioArt, New Media, hacktivismo…) para crear guetos exclusivos. Otras veces el arte es inaprensible, puesto que se supone que consiste en una manifestación personal que tiene lugar en un espacio y un tiempo determinados, con fecha de caducidad casi instantánea, con lo que hay que apresurarse a consumirlo: un caso extravagante pudo contemplarse en Minneapolis en 1994, cuando el performer Ron Athey, seropositivo por más señas, arrojó al público que presenciaba su “arte” servilletas de papel empapadas en sangre, provocando una estampida fácil de imaginar (de su último proyecto, El Abrazo de Judas, puede disfrutar en Los Angeles en este año quien se atreva, en el Walt Disney Concert Hall –sala apropiada por demás); aunque es cierto que hay otras manifestaciones también efímeras pero menos radicales, como por ejemplo los bellos montajes que realizan Christo y Jeanne Claude en escenarios naturales, que se desmantelan en el periodo de unas horas.
Se percibe, por tanto, que el arte ya no es arte sino “artes”; sin caer en el reduccionismo conservador “arte=pintura” o como mucho “arte=pintura+escultura” y sus variantes, es evidente que los nuevos soportes y propuestas se han multiplicado ad infinitum, muchas veces por fortuna, otras de modo insólito y hasta grotesco. Se entiende también que el arte ya no está tan necesariamente ligado a la idea de posesión como en épocas pretéritas (¿quién podría o querría llevarse a casa las servilletas de Ron Athey?), o que en todo caso se vincula a la protección y atesoramiento por parte de los gurús no siempre presentables del arte contemporáneo: ciertos museos, ciertas galerías, ciertos comisarios y ciertos críticos. Y se asume también que de todas estas artes hay quien se lleva su parte, desde el propio artista hasta el mediador (el comprador es muchas veces quien menos tajada saca), sin olvidar un nuevo sistema ¿cultural? infestado de perversas premisas económicas que se retroalimenta con los dólares de los escándalos generados por el “arte” y sus aledaños. En demasiadas ocasiones, el arte está dejando de ser el refugio del intelecto humano, el brillo refinado de la inteligencia, para convertirse en mera provocación y en exaltación gratuita (lo de gratuita es un decir) de la deformidad, la crueldad o el horror. El último montaje de Jordi Benito en el Museo Reina Sofía muestra en un vídeo la muerte a martillazos de una vaca, a la que posteriormente se acuchilla en el cuello, mientras el “artista” recoge la sangre en una copa, le arranca la piel y se cubre con ella. La exposición se llama El arte sucede, imagino que basándose en la célebre frase de Whistler (si levantara la cabeza caería redondo del susto). Para que luego se diga que no es excitante la programación de los museos estatales. Palabras sobran.
Así las cosas, parece que se está poniendo feo y complicado jugar a ser Peggy Guggenheim. Rosina Gómez-Baeza se ha mostrado muy contenta en este su último ARCO del elevado nivel de ventas. Más de una pieza sádica o dudosa o controvertida o inconsistente habrá salido a precios millonarios, con seguridad. Negocios que no se sabe muy bien si benefician o perjudican la esencia del arte. Bien alejado de los –es cierto– discutibles cánones de belleza y buen gusto que Kant postulaba como necesarios en el siglo XVIII, el arte contemporáneo ha emprendido una senda, cuando menos, difícil y arriesgada. Quién sabe lo que todavía nos aguarda.

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