Con la concesión de Premio Príncipe de Asturias de las Letras es posible que comience a divulgarse seriamente –quiero decir, con resultados efectivos– la obra de la brasileña Nélida Piñon, valiosa por sí misma y por cuanto su autora ha tenido de pionera en frentes diversos de la literatura y de la vida (que es casi como decir lo mismo). En realidad, ya Nélida obtuvo hace aproximadamente un par de años, si la memoria no me falla, el Premio Internacional Menéndez Pelayo, en un tiempo que coincidió aproximadamente con la concesión del Príncipe de Asturias a otras dos grandes damas batalladoras de las letras: Susan Sontag y Fátima Mernissi. En este año se ha reconocido la labor no sólo de Piñon, sino también de la excelente Simone Weil. Parece, pues, que las intelectuales con una respetable labor humana y humanística, comprometidas no sólo con la feminidad sino también con la palabra y con la Historia, empiezan a encontrar el lugar que legítimamente les corresponde. De donde se deduce que estamos de enhorabuena.
De Nélida Piñon he dicho que ha sido pionera en varios frentes; entre ellas, precisamente, en la concesión del citado Premio Menéndez Pelayo (otorgado por vez primera a una mujer) o en el logro de la presidencia de la Academia Brasileña de las Letras (por cierto, que en las filas de la ABL no ha fichado tampoco hasta muy recientemente otra de las grandes damas de las letras brasileñas: Clarice Lispector). Tal vez estos logros tardíos y bien arduos expliquen una de las obsesiones más presentes –elegante y oníricamente presentes– en la prosa de Nélida Piñon: la de la necesidad de oír la voz de la mujer, y con su voz, su memoria; una voz y una memoria usurpadas en la literatura y en el mundo, mediante cauces orientados a vetar el registro poético latente en la experiencia de la vida femenina.
En este sentido, Nélida Piñon podría ser heredera directa de Marcela, la pastora de aquel célebre pasaje del Quijote de Cervantes, uno de los primeros personajes literarios femeninos que, en el ámbito hispánico, deja oír su voz y reclama su consideración como sujeto en una sociedad claramente patriarcal. No resulta extraña, entonces, ya que hemos hablado de mujeres que reclaman su derecho a la palabra, la manifiesta predilección de Nélida Piñon por aquel desolado paradigma de la Antigüedad que encarnaba Casandra, la princesa y adivina troyana. La historia de Casandra es, esencialmente, la historia de una tragedia lingüística entendida en femenino. La incompetencia comunicadora de Casandra –igualmente sugestiva para la alemana Christa Wolf, bien preocupada por el problema del lenguaje– se ve multiplicada por el hecho de ser una mujer. O dicho de otro modo: sólo una mujer, vinculada por la tradición al silencio, podía dar carne a ese fracaso de la expresión lingüística.
Para Nélida Piñon es fundamental la recuperación de esa voz de mujer, capaz de colorear el curso de la Historia. En ese empeño cualquier recurso es válido, y es frecuente la indagación en la narración oral arrancada a la memoria, y sobre todo a la memoria femenina, depositaria del acervo cultural más íntimo y amado. Ése que debe mantenerse a salvo de las tendencias unificadoras que hoy devastan tantas civilizaciones, antiguas y distintas, y que sólo es posible conservar y transmitir apelando a las palabras. Así nace una nueva Scherezade, una voz cristalina en medio del desierto, que en este caso no encarna la huida de la muerte a través de la literatura, sino la supremacía de la palabra –de la íntima palabra femenina– por encima de los poderes despóticos del mundo.
La palabra de la mujer como humana mitad inductora de la Historia es el macerado fruto que Nélida Piñon, Marcela osada, entrega desde Hispanoamérica a la contemporaneidad.
De Nélida Piñon he dicho que ha sido pionera en varios frentes; entre ellas, precisamente, en la concesión del citado Premio Menéndez Pelayo (otorgado por vez primera a una mujer) o en el logro de la presidencia de la Academia Brasileña de las Letras (por cierto, que en las filas de la ABL no ha fichado tampoco hasta muy recientemente otra de las grandes damas de las letras brasileñas: Clarice Lispector). Tal vez estos logros tardíos y bien arduos expliquen una de las obsesiones más presentes –elegante y oníricamente presentes– en la prosa de Nélida Piñon: la de la necesidad de oír la voz de la mujer, y con su voz, su memoria; una voz y una memoria usurpadas en la literatura y en el mundo, mediante cauces orientados a vetar el registro poético latente en la experiencia de la vida femenina.
En este sentido, Nélida Piñon podría ser heredera directa de Marcela, la pastora de aquel célebre pasaje del Quijote de Cervantes, uno de los primeros personajes literarios femeninos que, en el ámbito hispánico, deja oír su voz y reclama su consideración como sujeto en una sociedad claramente patriarcal. No resulta extraña, entonces, ya que hemos hablado de mujeres que reclaman su derecho a la palabra, la manifiesta predilección de Nélida Piñon por aquel desolado paradigma de la Antigüedad que encarnaba Casandra, la princesa y adivina troyana. La historia de Casandra es, esencialmente, la historia de una tragedia lingüística entendida en femenino. La incompetencia comunicadora de Casandra –igualmente sugestiva para la alemana Christa Wolf, bien preocupada por el problema del lenguaje– se ve multiplicada por el hecho de ser una mujer. O dicho de otro modo: sólo una mujer, vinculada por la tradición al silencio, podía dar carne a ese fracaso de la expresión lingüística.
Para Nélida Piñon es fundamental la recuperación de esa voz de mujer, capaz de colorear el curso de la Historia. En ese empeño cualquier recurso es válido, y es frecuente la indagación en la narración oral arrancada a la memoria, y sobre todo a la memoria femenina, depositaria del acervo cultural más íntimo y amado. Ése que debe mantenerse a salvo de las tendencias unificadoras que hoy devastan tantas civilizaciones, antiguas y distintas, y que sólo es posible conservar y transmitir apelando a las palabras. Así nace una nueva Scherezade, una voz cristalina en medio del desierto, que en este caso no encarna la huida de la muerte a través de la literatura, sino la supremacía de la palabra –de la íntima palabra femenina– por encima de los poderes despóticos del mundo.
La palabra de la mujer como humana mitad inductora de la Historia es el macerado fruto que Nélida Piñon, Marcela osada, entrega desde Hispanoamérica a la contemporaneidad.
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