El señor Óscar, 08.02.06


Ya se ha dado el pistoletazo de salida. Como todos los años por estas fechas, millones de personas con aficiones diversas se sienten unidas durante unas jornadas por un lazo –otro más– anudado allende el Atlántico. A las gorras con la visera hacia atrás, los pantalones caídos o las calabazas de Halloween se añade la áurea figura del señor Óscar como elemento de cohesión entre los pueblos del mundo.
La verdad es que hay que reconocer que la fiesta del señor Óscar –prevista en este año para el 5 de marzo– es bastante más demócrata que otras fiestas similares que celebramos en Europa. O mejor dicho: no es demócrata en absoluto, pero parece como si lo fuera. En Berlín o en Venecia o en Cannes o en cualquier otro lugar del mundo civilizado y decadente (como Henry James lo entendía), el público asiste a los festivales de cine, ve las películas y las aplaude o las silba; pero luego es el jurado quien emite un veredicto inapelable y los espectadores patean -casi siempre. De todas las películas proyectadas en estos restringidos ámbitos acaban por llegar a las salas de provincias un diez por ciento, y de ésas –a no ser que se esté muy pendiente– no hay quien recuerde los títulos seis meses más tarde, que es cuando se programan, en el mejor de los casos, en las carteleras periféricas. En la Europa vieja y moribunda se deja al populacho participar en la cosa cinematográfica, pero luego son los críticos los que tienen la última palabra y ponen de moda, por ejemplo, como hace unos tres o cuatro años, el infumable cine iraní, porque les interesa -los coletazos aún seguimos padeciéndolos. Que una cosa es lo intelectual y otra la política, aunque pretendan confundirlas y confundirnos en esa confusa confusión a todos.
El señor Óscar para estas cosas es mucho más prudente. Primero lanza las películas (bueno, lo suyo son “films”, que es otra especie), deja que se fogueen por las salas de medio mundo -ejerciendo la debida presión con sus persuasivas distribuidoras–, hace recuento de dólares recaudados y de temas de interés para la patria y luego regala a los más aventajados las estatuillas hechas a su imagen y semejanza, en una noche inolvidable con mucho lamé y mucho glamour en la que todo el orbe televisado coparticipa. No es democracia, pero sí plutocracia y, según quiénes, hasta brutocracia. No hay mucha diferencia. Y encima funciona.
Y los nombres. Los americanos saben –no como los europeos– poner nombres a sus cintas. ‘Crash’, verbigracia. He ahí un nombre que, ya por sí propio, merece un óscar. Contundencia y contenido. ¿Quién necesita castellanizar tan gráfica onomatopeya? Los europeos, en cambio, con esos títulos largos y retorcidos como sus propias películas, ¿qué pueden esperar? Pero no pensemos que el cine americano no tiene también nombres sutiles, aunque vengan de la mano de Taiwan. ¿Qué decir de ‘Brokeback Mountain’, tan intraductible como evocador? Y por cierto, ¿han probado ustedes a intentar pronunciarlo de corrido?: decimotercio trabajo de Hércules. Menos mal que el pueblo, siempre sabio, todo lo acomoda a su propia conveniencia, que aquí nadie está ‘lost in translation’: haciendo cola en unos multicines en que proyectaban la peli de marras, la señora que me precedía pidió entradas para “la de los vaqueros”. Excelente solución. Yo creo que ‘Obaba’ se ha quedado fuera de las quinielas por no presentarse con el nombre completo de la novela original de Atxaga: ‘Obabakoak’ –lo que a mí, dicho sea de paso, se me parece mucho a Brokeback; y hasta podría oler a premio.
El señor Óscar sabe bien lo que le gusta al público. Y cada año que pasa lo deja más claro que el anterior. Nada de cine de autor, sino hechos reales que a todos nos pueden ocurrir o, en su defecto, edulcoradas adaptaciones de ‘best-seller’ pseudorientales y cromoambientadas para evadirnos del cotidiano atraco al economato de la calle 49 con la 56. Y por pedir que no quede, que nos sacamos un gorila de la niebla y lo ponemos a sembrar terror y amor entre los rascacielos: a ver quién se marca un ‘King Kong’ más “mono” que nosotros, que para eso tenemos las barras y las estrellas que tenemos.
Y pensarán ustedes, después de todo esto, que tengo algo contra el señor Óscar, cuando les juro que no es cierto. Sólo es que parece que me entra nostalgia de un tiempo ya lejano, en que se podía temblar en una sala oscura pensando en si Rohmer lograría o no tocar la rodilla de Claire o levitando bajo la poesía de un cielo imposible de mercurio o descubriendo, al fin, que ‘amor omnia’ fueron las redentoras y últimas palabras de la implacable Gertrude.

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