Caballero Bonald últimamente va de premio en premio. Hace escasos días la vallisoletana Fundación Cristóbal Gabarrón ha reconocido su trayectoria literaria, por no hablar del relativamente reciente Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, recibido en 2004. Premios que parecen llegar bastante a tiempo. En este país nuestro en que es costumbre acordarse de los dignos cuando ya están muertos, o a punto, Caballero Bonald cuenta aún con una edad aceptable y además se halla en buen estado de salud. Pero, sobre todo, los reconocimientos le han llegado a tiempo a Caballero por una cuestión de ilusión: según ha declarado el escritor, con la vejez se pierden las ganas por los homenajes; o sea, que cuanto más tardan, menos entusiasman. Una manera bien clara de exigir que, lo haya de dársele, él lo quiere cuanto antes. En algún momento, incluso, ya ha dejado caer que, aun sin ambicionarlo explícitamente, al Nobel no le haría ningún asco.
Esto encaja bien en la fisonomía personal y escrituraria del autor de Ágata ojo de gato, que nunca se ha mordido la lengua en lo que a sus pareceres –literarios y paraliterarios– se refiere. Muestra actualísima han sido sus declaraciones como jurado del último Premio Torrevieja de Novela –en la línea de otras opiniones anteriores, con las que aseguraba que casi todos los premios de novela se encuentran amañados. Pero mejor muestra de lengua vivaz, por literaria, la encarnan sus dos libros de memorias, Tiempo de guerras perdidas (1995) y, sobre todo, La costumbre de vivir (2001), en el que no se priva de poner a caldo a todo el personal de su “generación” -entrecomillo por aquello de la inconveniencia del término en cuestión- e incluso a otros muchos que “pasaban por allí”. Las aisladas rarezas de Valente, el dogmatismo de Juan Goytisolo, la enemistad con Hierro, la intimidad con la esposa de Cela… todo ello se coloca sobre el tapete sin pudores ni rubores –aunque también, justo es decirlo, sin ensañamiento ni tufo de máxima cloaca, como es habitual, por el contrario, en algún que otro de nuestros memoriosos contemporáneos. Pero es que para Caballero, como él mismo ha sugerido en alguna ocasión, la literatura bien puede ser un ajuste de cuentas. Así que a tentarse las ropas.
En todo caso, lo que a mí me apetecía resaltar desde el comienzo de estas líneas, cuando mencionaba la necesaria oportunidad en tiempo de los premios, era esa noción que existe en el escritor gaditano de ir cerrando capítulos, de ir quemando etapas, para ir progresando quién sabe hacia dónde; probablemente hacia sí mismo, como Kafka decía, hacia la consunción del “tiempo que nos queda”… Y de este aspecto se me antoja prueba esencial su querencia por las antologías, y más exactamente, por las antologías de sí propio. En la mayoría de los poetas, la realización de antologías o revisiones de su propia obra suele coincidir con las fases finales de su vida (al menos, de su vida literaria) o con la decisión de no persistir, siquiera como declaración de intenciones, en las lides poéticas. En toda norma hay excepciones, y todos sabemos de poetas que bien jóvenes han cedido a la dudosa tentación de antologizarse, por si acaso la mors inmatura o simplemente el tiempo no quisieran permitírselo en momento más acertado. Pero a buen seguro que hay pocos poetas en España que se hayan antologado a sí mismos tantas veces como Caballero Bonald. El papel del coro (1961), Vivir para contarlo (1969), Poesía 1957-1977 (1979), Selección natural (1983), Doble vida (1989), El imposible oficio de escribir (1997), Poesía amatoria (1999), Antología personal (2003) y Somos el tiempo que nos queda (obra completa, 2004) son por el momento –y no son pocos ni espaciados– los volúmenes antológicos aparecidos.
Esto encaja bien en la fisonomía personal y escrituraria del autor de Ágata ojo de gato, que nunca se ha mordido la lengua en lo que a sus pareceres –literarios y paraliterarios– se refiere. Muestra actualísima han sido sus declaraciones como jurado del último Premio Torrevieja de Novela –en la línea de otras opiniones anteriores, con las que aseguraba que casi todos los premios de novela se encuentran amañados. Pero mejor muestra de lengua vivaz, por literaria, la encarnan sus dos libros de memorias, Tiempo de guerras perdidas (1995) y, sobre todo, La costumbre de vivir (2001), en el que no se priva de poner a caldo a todo el personal de su “generación” -entrecomillo por aquello de la inconveniencia del término en cuestión- e incluso a otros muchos que “pasaban por allí”. Las aisladas rarezas de Valente, el dogmatismo de Juan Goytisolo, la enemistad con Hierro, la intimidad con la esposa de Cela… todo ello se coloca sobre el tapete sin pudores ni rubores –aunque también, justo es decirlo, sin ensañamiento ni tufo de máxima cloaca, como es habitual, por el contrario, en algún que otro de nuestros memoriosos contemporáneos. Pero es que para Caballero, como él mismo ha sugerido en alguna ocasión, la literatura bien puede ser un ajuste de cuentas. Así que a tentarse las ropas.
En todo caso, lo que a mí me apetecía resaltar desde el comienzo de estas líneas, cuando mencionaba la necesaria oportunidad en tiempo de los premios, era esa noción que existe en el escritor gaditano de ir cerrando capítulos, de ir quemando etapas, para ir progresando quién sabe hacia dónde; probablemente hacia sí mismo, como Kafka decía, hacia la consunción del “tiempo que nos queda”… Y de este aspecto se me antoja prueba esencial su querencia por las antologías, y más exactamente, por las antologías de sí propio. En la mayoría de los poetas, la realización de antologías o revisiones de su propia obra suele coincidir con las fases finales de su vida (al menos, de su vida literaria) o con la decisión de no persistir, siquiera como declaración de intenciones, en las lides poéticas. En toda norma hay excepciones, y todos sabemos de poetas que bien jóvenes han cedido a la dudosa tentación de antologizarse, por si acaso la mors inmatura o simplemente el tiempo no quisieran permitírselo en momento más acertado. Pero a buen seguro que hay pocos poetas en España que se hayan antologado a sí mismos tantas veces como Caballero Bonald. El papel del coro (1961), Vivir para contarlo (1969), Poesía 1957-1977 (1979), Selección natural (1983), Doble vida (1989), El imposible oficio de escribir (1997), Poesía amatoria (1999), Antología personal (2003) y Somos el tiempo que nos queda (obra completa, 2004) son por el momento –y no son pocos ni espaciados– los volúmenes antológicos aparecidos.
Cerrar etapas y revisar palabras. Quizá por eso tanto retorno sobre lo ya escrito y publicado; de hecho, en Somos el tiempo que nos queda menudean algunas modificaciones con respecto a los libros originales, según aparecieron en su día. Revisar palabras, pues. Buscar la palabra irremplazable; el castigo de Sísifo de los poetas. El Caballero de la Argónida lo explica magníficamente en un poema de su libro Descrédito del héroe, llamado precisamente “Sobre el imposible oficio de escribir”: “Por aquella palabra/ de más que dije entonces, trataría/ de dar mi vida ahora”. Quién pudiera.
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