Hace menos de un mes vi una de esas viñetas geniales y demoledoras de Andrés Rábago, más conocido por todos como El Roto, en la que aparecía un personaje recriminando a otros dos: “Ya no se puede ir por ahí con un trabuco, los atracadores han de ser gente con formación”. Razón tenía. La escena, aparte de remitirnos sarcásticamente a las leoninas condiciones del trabajo y del sistema de valores de la contemporaneidad, ponía el dedo en la llaga de un aspecto fundamental: que hay que leer, o sea.
En estos días estamos inmersos en la gran fiesta de la Feria del Libro. Es frecuente que a los escritores que merodean por ella se les haga la clásica pregunta: “¿y usted por qué escribe?”. Cada uno sale del trance como puede –la pregunta tiene su miga–, aunque al final los recursos de la fauna literaria son limitados y acaban todos por ponerse pelín trascendentes y repetirse un poco, que lo que de verdad nos interesa a los humanos –escritores y no– son en realidad muy pocas cosas, y las preguntas importantes que nos autoformulamos pues son menos aún (Gauguin, como es sabido, fue capaz de sintetizar las tres principales). La cuestión en cuestión se les hace más a los poetas que a los prosistas, y es una de las más temidas entre todas las posibles; no conozco poeta que no tenga una poética de bolsillo, a modo de “chuleta” espontánea, por si le asaltan con la inconveniencia. Y es que parece que el de poeta es oficio muy raro, porque a nadie le preguntan nunca, por ejemplo, por qué es abogado o promotor inmobiliario.
A mí –que escribo simplemente porque me gusta y porque además íntimamente lo necesito– me parece que el interrogante ha de ser otro, más que nada por aquello de buscar una respuesta menos personal y de interés más general (procedimiento deductivo, en síntesis): ¿por qué leer? Leer debería entenderse como un acto cotidiano, lo mismo que comer o lavarse las manos. Porque leer sirve para muchas cosas, y para muchas cosas prácticas, por añadidura. Suele decirse que leer nos adentra en mundos maravillosos, que nos hace viajar sin movernos del sofá, que nos permite paladear aspectos diversos de la cultura. Todo eso es cierto, pero habrá quien prefiera mundos prosaicos, quien no sienta necesidad de viajar, quien tenga aficiones no declaradamente culturales. Eso sin contar con que una concepción elitista y oscura de la lectura puede conducir a la demencia misma; que se lo digan si no a Melville, que acabó desesperado, sin un duro y como jaula de grillos por empeñarse en leer a Shakespeare, a Montaigne o a Coleridge. Ante esta perspectiva, cualquiera contestaría lo que Bartleby: “Preferiría no hacerlo”.
Sin embargo, leer posee aplicaciones reales que cualquier programa de incentivación de la lectura –cualquiera de esos que están ahora tan de moda– debería recalcar. Y es que leer sirve, por ejemplo, para entendernos a nosotros mismos sin necesidad de que ningún gurú –tradúzcase sociólogo– nos lo explique, que es como decir para ser más independientes y más libres. Leer sirve para ser capaces de votar –o no votar– sin que nos engañen con el cuento de la lechera, que no es precisamente la muestra más florida de nuestro acervo literario. Además, leer sirve para ser humildes, para darnos cuenta de que alguien lo dijo todo antes y mejor que nosotros, para eludir esa dolorosa limitación suspendida sobre nuestra cabeza como la espada que levitaba sobre Damocles en el festín de Siracusa. Leer sirve para saber que hay otros seres y modos no muy lejos, a la vuelta de la esquina. Leer sirve para tener ganas de luchar porque aprendemos que quienes vivieron antes que nosotros en un mundo cochambroso –no menos cochambroso ni deshumanizado que el presente– pudieron dejarlo atrás y superarse luchando. Leer sirve para saber lo que ya se logró en el pasado, con el fin de progresar y no seguir intentando obtenerlo estérilmente en el presente, ni mucho menos perderlo. Leer sirve para espantar al anticristo del poder despótico y desenfrenado. Leer sirve para salvarte la vida cuando todo lo demás naufraga. Y, en el peor de los casos, si nada de lo anterior se cumple, leer puede servirnos para ser atracadores dignos -con la debida formación, naturalmente.
En estos días estamos inmersos en la gran fiesta de la Feria del Libro. Es frecuente que a los escritores que merodean por ella se les haga la clásica pregunta: “¿y usted por qué escribe?”. Cada uno sale del trance como puede –la pregunta tiene su miga–, aunque al final los recursos de la fauna literaria son limitados y acaban todos por ponerse pelín trascendentes y repetirse un poco, que lo que de verdad nos interesa a los humanos –escritores y no– son en realidad muy pocas cosas, y las preguntas importantes que nos autoformulamos pues son menos aún (Gauguin, como es sabido, fue capaz de sintetizar las tres principales). La cuestión en cuestión se les hace más a los poetas que a los prosistas, y es una de las más temidas entre todas las posibles; no conozco poeta que no tenga una poética de bolsillo, a modo de “chuleta” espontánea, por si le asaltan con la inconveniencia. Y es que parece que el de poeta es oficio muy raro, porque a nadie le preguntan nunca, por ejemplo, por qué es abogado o promotor inmobiliario.
A mí –que escribo simplemente porque me gusta y porque además íntimamente lo necesito– me parece que el interrogante ha de ser otro, más que nada por aquello de buscar una respuesta menos personal y de interés más general (procedimiento deductivo, en síntesis): ¿por qué leer? Leer debería entenderse como un acto cotidiano, lo mismo que comer o lavarse las manos. Porque leer sirve para muchas cosas, y para muchas cosas prácticas, por añadidura. Suele decirse que leer nos adentra en mundos maravillosos, que nos hace viajar sin movernos del sofá, que nos permite paladear aspectos diversos de la cultura. Todo eso es cierto, pero habrá quien prefiera mundos prosaicos, quien no sienta necesidad de viajar, quien tenga aficiones no declaradamente culturales. Eso sin contar con que una concepción elitista y oscura de la lectura puede conducir a la demencia misma; que se lo digan si no a Melville, que acabó desesperado, sin un duro y como jaula de grillos por empeñarse en leer a Shakespeare, a Montaigne o a Coleridge. Ante esta perspectiva, cualquiera contestaría lo que Bartleby: “Preferiría no hacerlo”.
Sin embargo, leer posee aplicaciones reales que cualquier programa de incentivación de la lectura –cualquiera de esos que están ahora tan de moda– debería recalcar. Y es que leer sirve, por ejemplo, para entendernos a nosotros mismos sin necesidad de que ningún gurú –tradúzcase sociólogo– nos lo explique, que es como decir para ser más independientes y más libres. Leer sirve para ser capaces de votar –o no votar– sin que nos engañen con el cuento de la lechera, que no es precisamente la muestra más florida de nuestro acervo literario. Además, leer sirve para ser humildes, para darnos cuenta de que alguien lo dijo todo antes y mejor que nosotros, para eludir esa dolorosa limitación suspendida sobre nuestra cabeza como la espada que levitaba sobre Damocles en el festín de Siracusa. Leer sirve para saber que hay otros seres y modos no muy lejos, a la vuelta de la esquina. Leer sirve para tener ganas de luchar porque aprendemos que quienes vivieron antes que nosotros en un mundo cochambroso –no menos cochambroso ni deshumanizado que el presente– pudieron dejarlo atrás y superarse luchando. Leer sirve para saber lo que ya se logró en el pasado, con el fin de progresar y no seguir intentando obtenerlo estérilmente en el presente, ni mucho menos perderlo. Leer sirve para espantar al anticristo del poder despótico y desenfrenado. Leer sirve para salvarte la vida cuando todo lo demás naufraga. Y, en el peor de los casos, si nada de lo anterior se cumple, leer puede servirnos para ser atracadores dignos -con la debida formación, naturalmente.
4 comentarios:
Jajaja, buen post este de Porqué leer. En uno de los blogs que leo, el de Alquimistas del diseño, comenzaron una campaña, digámoslo así, sobre la lectura, a razón de explicar una de las campañas de publicidad de una librería bastante famosa en México.
Si tan solo funcionara siempre...
Sí, ahora nos dicen que debemos leer, que no debemos fumar, que debemos evitar el cáncer y la gripe aviar... A mí es que tanta preocupación me escama. Desconfiada por naturaleza... Por eso hay que leer: para seguir desconfiando. Un saludo.
Bueno, pues yo leo porque me lo paso pipa. Mejor que con la tele. Mejor que en el cine. Y a veces (por Dios, espero que ella no lea esto), mejor que con mi novia.
Y escribo porque a menudo las historias que leo no me gustan.
Marc: lo de tu novia me parece demoledor... ¡¡para ti!! (es broma). En todo caso, no se me había ocurrido pensar en tener novio o novia como campaña de promoción de la lectura; pero bien mirado, puede ser una baza potentísima. Un beso.
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