El escritor oculto, 11.01.06

Acabamos de salir del año Don Qvixote y se nos echan encima el centenario tercero del nacimiento de Amadeus y el cuarto de Rembrandt. No está del todo mal, si pensamos que la “genialidad”, la que proviene de su étimo latino genius, está emparentada con el acto de engendrar, y así con la luz que en cierto modo alumbra la creación más exigente, más eterna, aquélla que permanece por encima de las modas y que es capaz de sobrevivir incluso al efecto demoledor del marketing. Bebamos y celebremos, pues, la mitificación del genius. De genios nos han hablado muy últimamente Harold Bloom –éste de los suyos, los genios anglosajones, ut semper– o el delicioso Giorgio Agamben en Profanaciones. Pero hay genios de los que no se habla, o se habla poco, y que también nos cumplen años; estoy pensando en Robert Walser, el autor suizo de quien en este año debiera conmemorarse con justicia el quincuagésimo centenario de su muerte.
Robert Walser, como es sabido, murió en la nieve, después de uno de sus paseos habituales por los alrededores del nosocomio de Herisau, donde pasaba voluntariamente sus “últimos días” desde treinta años atrás. La tan difundida como horrenda, casi cinematográfica fotografía del cuerpo yerto de Walser en mitad de la blancura, recuerda un poco aquel final de Los muertos de Joyce, aquellas palabras magistrales entonadas en pro de la nieve que cubre a todos los vivos y a todos los muertos.
Walser estaba aquejado, como escritor, del mal de la desaparición, del deseo de ser nada. Uno de sus poemas lo expone con meridiana claridad: "No quiero que nadie sea yo mismo./ Sólo yo soy capaz de soportarme./ Para saber tanto, para observar tanto/ y para decir nada: nada acerca de nada". Vila-Matas en Bartleby y compañía vio a Walser sujeto al síndrome genial –también genial– de Melville, ese “preferiría no hacerlo” con el que muy pocos se atreven a ser consecuentes hasta el fin. El escritor suizo admirado por Kafka, por Musil, por Walter Benjamin, se ganó de labios de Elías Canetti –otro de los grandes rendidos a su fascinación– el atinado calificativo de “escritor oculto”. No es extraño entonces que los libros de Walser estén transidos de ese escribir sin apenas hacerlo, de esa sutil ironía aparentemente respetuosa y cuajada de humildad que, sin embargo, dice palabras como granadas sin llegar a pronunciarlas.
Archivero, oficinista, botones, asistente, mayordomo de librea… Walser desempeñó mil oficios de tercera antes de profesar abiertamente su dedicación literaria, que evidentemente “prefería no declarar”. Autor de brillantes textos breves, paradigma de la no-novela con obras imprescindibles como Jacob von Gunten (también conocida como Instituto Benjamenta), Los Hermanos Tanner o El Ayudante, su flujo creador se detiene aparentemente cuando consiente ingresar, en 1928 y por instancias de su hermana (no por su propia iniciativa, como se ha dicho repetidamente), en el asilo-frenopático de Waldau. Seis años más tarde es transferido a Herisau, donde sí quiso permanecer por propia elección; allí afirmará que no escribe porque “en los manicomios se está para estar loco, no para escribir”. Y sin embargo sabemos que no es cierto, que sus compañeros en la institución le veían rellenar cuartillas y más cuartillas con aquella letra minúscula, plagada de abreviaturas y prácticamente ilegible como la que, finalmente, después de muchos años, ha logrado descifrarse por completo y cristalizar en Microgramas, la última publicación de Siruela que recoge pensamientos, casi máximas, de Walser de los años previos a su reclusión: los años de relativa locura, de fuertes depresiones impregnadas de dolorosa lucidez, de intentos de suicidio frustrados por “no valer siquiera para estrechar un nudo corredizo”. Microgramas se titula también Escrito a lápiz, porque Walser se encontraba más cómodo con el grafito –más blando, más leve– que con la pluma, y era su instrumento creador por excelencia: en realidad, otra forma material de enmascararse, de propiciar la desaparición de sus palabras.
Curiosamente, Walser aspiraba por estética a ser un “hombre cero”, un triste ciudadano de uniforme, pero la irónica mirada de los dioses clásicos le convirtió en un hombre excepcional. Su vida surreal, su literatura extraordinaria, sus libros subversivos, su muerte literaria, le han situado en la distancia de los nombres difícilmente alcanzables. Su mundo particularísimo ha sido objeto de atención de los también geniales hermanos Quay –los cineastas gemelos, creativamente siameses, tan próximos al mordaz Peter Greenaway–, que llevaron a la pantalla en 1995 la rebeldía del Instituto Benjamenta en una traducción visual tan excelente como, por desgracia, difícil de conseguir en España.
Robert Walser, el escritor oculto, el hombre de la nieve, tal vez hiciera un último gesto antes de terminar en la blancura; tal vez palpara su abrigo, tal vez buscara en sus bolsillos un objeto antes de acabar por siempre. Tal vez encontrara y aferrara entre la tela helada el lápiz que, como el débil haz de una linterna, iluminó toda su vida con palabras voraces y secretas.

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