Hace un par de días me llegó una carta espeluznante a casa. Mi nombre aparecía dentro de unos círculos cruzados por dos líneas perpendiculares, de esos que semejan la mira telescópica de una superarma de fuego, ya saben. En el sobre se especificaba el carácter de la amenaza: “John Grisham y Dan Brown te tienen en el punto de mira”. Como lo escribo. Lo juro por el perro –decía Sócrates. Imaginen que Lee Harvey Oswald podría haberle mandado una carta parecida a JFK poco antes del 22 de noviembre del 63. Qué horror.
Incapaz de reaccionar de forma contundente ante lo grave de la situación, y pensando que tal vez sean éstas mis últimas líneas publicadas, me atrevo a decir que el afecto es recíproco. Es cierto –mea culpa- que ninguno de los dos amenazantes figuran entre mis escritores predilectos, y es cierto incluso que sobre Dan Brown he escrito alguna cosilla –por otra parte inofensiva- en estas mismas páginas. En todo caso, y llegando más lejos –mi último cigarro antes de la ejecución-, me atrevo también a decir que no le auguro nada bueno a míster Brown (de aquí en adelante, señor Marrón: grande es la lengua castellana), máxime cuando se publique en España, en marzo, Fortaleza Digital. Con semejante título, que no es el nombre de un nuevo emporio televisivo sino el de la novela primera del interfecto, ya editada en inglés en 1996, saldrá a la luz la auténtica y más autorizada descripción de la Sevilla de los 90. Como los españoles sabemos poco no sólo de todo lo demás, sino de nosotros mismos, pues tienen que venir a contárnoslo de fuera, preferentemente los americanos y en versión Metro Goldwyn Mayer. Así que, a lo que parece, en las páginas de marras se accede a la Giralda por una empinada, peligrosa y hitchcockiana subida de treinta y nueve escalones, en la que morir es tan fácil como –por ejemplo- en una novela barata; las calles de la ciudad son tétricas, obsoletas e inseguras –ya lo quiso ver así Mankiewicz en su absurda España de La condesa descalza-; los hospitales sevillanos aparecen cuajados de orín, sangre y otras excrecencias inhumanas (¿por qué me vendrán a la cabeza los insalubres hospitales norteamericanos de Nacido el 4 de julio?). Cuentan que estas contrastadas opiniones las obtuvo el señor Marrón en una etapa suya como becario en la Universidad de Sevilla (también Oswald fue becario de una biblioteca en Texas: horrible coincidencia). Ojalá el señor Marrón se quedara glacé viendo que no vende ni un solo ejemplar de su digitada Fortaleza. Pero los españoles somos buena gente, y no le haremos el feo, como no se lo hemos hecho nunca a tanta miserable astracanada sufrida a lo largo de nuestra luenga historia.
Y en tanto Harrison Ford llega en mi ayuda para librarme del tiro de gracia de estos eximios escritores, huyo desde mi correspondencia hasta la prensa y leo un curioso titular: “El zoo de Londres exhibirá personas” (Diario de Cádiz, 27 de agosto). Parece que algunas voces críticas se han alzado en contra del experimento. A mí, por el contrario, me encantaría que fuera una experiencia piloto. Rara que es una. De momento, los agraciados serán ocho, estarán enjaulados en ropa interior (a ver cómo se portan, que la temperatura en Londres ha bajado en estos días) y podrán volver a casa por las noches. Esperemos que estas minucias técnicas acaben por perfeccionarse, es decir, que los despojen del Abanderado (los rinocerontes no llevan), que lo del permisivo régimen nocturno se cancele y que, sobre todo, pueda revisarse el número (ocho parecen pocos). La cuestión de peso será elegir los nombres. Seguro que a todos se nos ocurren unos cuantos, a elegir entre vampiros diurnos, impostores públicos, traficantes notorios y canallas varios. Pero como somos buena gente no los vamos a decir. Con esto me curo en salud, no por otra cosa que por el bien de mi maltratada correspondencia.
Incapaz de reaccionar de forma contundente ante lo grave de la situación, y pensando que tal vez sean éstas mis últimas líneas publicadas, me atrevo a decir que el afecto es recíproco. Es cierto –mea culpa- que ninguno de los dos amenazantes figuran entre mis escritores predilectos, y es cierto incluso que sobre Dan Brown he escrito alguna cosilla –por otra parte inofensiva- en estas mismas páginas. En todo caso, y llegando más lejos –mi último cigarro antes de la ejecución-, me atrevo también a decir que no le auguro nada bueno a míster Brown (de aquí en adelante, señor Marrón: grande es la lengua castellana), máxime cuando se publique en España, en marzo, Fortaleza Digital. Con semejante título, que no es el nombre de un nuevo emporio televisivo sino el de la novela primera del interfecto, ya editada en inglés en 1996, saldrá a la luz la auténtica y más autorizada descripción de la Sevilla de los 90. Como los españoles sabemos poco no sólo de todo lo demás, sino de nosotros mismos, pues tienen que venir a contárnoslo de fuera, preferentemente los americanos y en versión Metro Goldwyn Mayer. Así que, a lo que parece, en las páginas de marras se accede a la Giralda por una empinada, peligrosa y hitchcockiana subida de treinta y nueve escalones, en la que morir es tan fácil como –por ejemplo- en una novela barata; las calles de la ciudad son tétricas, obsoletas e inseguras –ya lo quiso ver así Mankiewicz en su absurda España de La condesa descalza-; los hospitales sevillanos aparecen cuajados de orín, sangre y otras excrecencias inhumanas (¿por qué me vendrán a la cabeza los insalubres hospitales norteamericanos de Nacido el 4 de julio?). Cuentan que estas contrastadas opiniones las obtuvo el señor Marrón en una etapa suya como becario en la Universidad de Sevilla (también Oswald fue becario de una biblioteca en Texas: horrible coincidencia). Ojalá el señor Marrón se quedara glacé viendo que no vende ni un solo ejemplar de su digitada Fortaleza. Pero los españoles somos buena gente, y no le haremos el feo, como no se lo hemos hecho nunca a tanta miserable astracanada sufrida a lo largo de nuestra luenga historia.
Y en tanto Harrison Ford llega en mi ayuda para librarme del tiro de gracia de estos eximios escritores, huyo desde mi correspondencia hasta la prensa y leo un curioso titular: “El zoo de Londres exhibirá personas” (Diario de Cádiz, 27 de agosto). Parece que algunas voces críticas se han alzado en contra del experimento. A mí, por el contrario, me encantaría que fuera una experiencia piloto. Rara que es una. De momento, los agraciados serán ocho, estarán enjaulados en ropa interior (a ver cómo se portan, que la temperatura en Londres ha bajado en estos días) y podrán volver a casa por las noches. Esperemos que estas minucias técnicas acaben por perfeccionarse, es decir, que los despojen del Abanderado (los rinocerontes no llevan), que lo del permisivo régimen nocturno se cancele y que, sobre todo, pueda revisarse el número (ocho parecen pocos). La cuestión de peso será elegir los nombres. Seguro que a todos se nos ocurren unos cuantos, a elegir entre vampiros diurnos, impostores públicos, traficantes notorios y canallas varios. Pero como somos buena gente no los vamos a decir. Con esto me curo en salud, no por otra cosa que por el bien de mi maltratada correspondencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario