“Frida Kahlo”. Así, tal cual, es el título de la exposición que puede contemplarse en Londres, en la Tate Modern, hasta el 9 de octubre de este año. Con ese título basta y sobra para exhibir una de las obras pictóricas de mayor intensidad que haya generado el siglo XX. Si el estilo es el hombre, que decía Buffon, en este caso el arte y la mujer son la misma cosa; de manera que no hay mejor definición para el arte de Frida que su propio y contundente nombre.
Son múltiples los ejemplos de autores que se han visto superados por su obra y devienen en cierto modo víctimas de su propia creación. En este año celebramos el cuatricentenario de uno de los más notables. Por el contrario, ha habido casos en que lo biográfico ha condicionado la estima –o el desprecio- de la crítica, máxime cuando la obra ha reflejado episodios dolorosamente personales. Frida Kahlo puede circunscribirse en este segundo grupo, como artista elevada a los altares por su desgarro y autenticidad y posteriormente despeñada por los mismos pecados que previamente se ensalzaron; entre ellos, probablemente, el de ser mujer y, sobre todo, el de ser mujer al límite.
La excelente exposición de la Tate Modern pone al descubierto los entresijos todos de una obra y una mujer descomunales. Y es que la muestra de Emma Dexter y Tanya Barson tiene la virtud de conciliar dos itinerarios simultáneos: el narrativo y el emocional. De este modo, con blanca sobriedad, las once salas de la Tate van desgranando los episodios biográficos primeros de la artista, ya entonces íntimamente ligados a lo plástico y a los extraños meandros del dolor. Desde la convalecencia tras el trágico accidente que le otorgó la mayoría de edad sentimental, en 1925, van surgiendo en forma de acuarelas y dibujos (quizá la etapa menos conocida de la obra de la mexicana) los fantasmas y percepciones del entorno: la preocupación por las raíces, por lo étnico, por el triste legado de la polio, por los lazos familiares, por la vulnerabilidad del cuerpo y por la muerte. También a esta etapa pertenecen los precoces retratos, de sí misma y de seres amados de su ámbito, que evidencian su conocimiento –autodidacta, por supuesto- de la tradición artística europea, desde el Renacimiento (con obvias reminiscencias de Boticelli o Bronzino) hasta las vanguardias, en plena efervescencia por entonces (recoge Frida sobre todo Cubismo y Futurismo, tiñéndolos de un cierto halo naïf).
Además de los comienzos están presentes en la muestra londinense, claro está, los platos fuertes: las sórdidas recreaciones del propio nacimiento (Mi nacimiento) y del aborto (Frida y el aborto), las Fridas desdobladas aunque asidas de la mano (Las dos Fridas), la crítica de la brutalidad del “macho” mexicano (Unos cuantos piquetitos), las visiones sarcásticas de Nueva York y de los estereotipos norteamericanos (Mi vestido cuelga aquí), la conciencia de la decadencia y el dolor (La columna rota)… A esto se suma una sala sobre la Naturaleza Muerta, que Kahlo practicó con cierta asiduidad, sirviéndose de los frutos como explosiones de vida, color y hasta orgullo nacional, de raza; a veces, también, como premonición asumida de la muerte (Pitahayas).
Reveladora de un aspecto sobre el que no se ha incidido nunca especialmente –creo- es la sala dedicada al autorretrato: ese aspecto es la intensidad de la mirada. En todos los cuadros de Frida hay dos carbones encendidos que son los ojos de los personajes retratados. Esos dos puntos, específicamente intensos en sus autorretratos, son como la vida entera que dicen que se ve en el momento del deceso; pozos cargados de preguntas, corazón, memoria y tiempo. Quizá por aquello que Pascal Quignard sostiene: que el hombre es una mirada deseante que busca otra imagen detrás de todo lo que ve. La búsqueda de Frida llevó sus ojos más allá de la angustia y el gozo, del credo en el filo, del sufrimiento y el placer.
Frida Kahlo. Poderosa llama frágil con flores en el pelo. Artesana en el trabajo de los límites sutiles que dan carne al extraño y convulso proceso de existir.
Son múltiples los ejemplos de autores que se han visto superados por su obra y devienen en cierto modo víctimas de su propia creación. En este año celebramos el cuatricentenario de uno de los más notables. Por el contrario, ha habido casos en que lo biográfico ha condicionado la estima –o el desprecio- de la crítica, máxime cuando la obra ha reflejado episodios dolorosamente personales. Frida Kahlo puede circunscribirse en este segundo grupo, como artista elevada a los altares por su desgarro y autenticidad y posteriormente despeñada por los mismos pecados que previamente se ensalzaron; entre ellos, probablemente, el de ser mujer y, sobre todo, el de ser mujer al límite.
La excelente exposición de la Tate Modern pone al descubierto los entresijos todos de una obra y una mujer descomunales. Y es que la muestra de Emma Dexter y Tanya Barson tiene la virtud de conciliar dos itinerarios simultáneos: el narrativo y el emocional. De este modo, con blanca sobriedad, las once salas de la Tate van desgranando los episodios biográficos primeros de la artista, ya entonces íntimamente ligados a lo plástico y a los extraños meandros del dolor. Desde la convalecencia tras el trágico accidente que le otorgó la mayoría de edad sentimental, en 1925, van surgiendo en forma de acuarelas y dibujos (quizá la etapa menos conocida de la obra de la mexicana) los fantasmas y percepciones del entorno: la preocupación por las raíces, por lo étnico, por el triste legado de la polio, por los lazos familiares, por la vulnerabilidad del cuerpo y por la muerte. También a esta etapa pertenecen los precoces retratos, de sí misma y de seres amados de su ámbito, que evidencian su conocimiento –autodidacta, por supuesto- de la tradición artística europea, desde el Renacimiento (con obvias reminiscencias de Boticelli o Bronzino) hasta las vanguardias, en plena efervescencia por entonces (recoge Frida sobre todo Cubismo y Futurismo, tiñéndolos de un cierto halo naïf).
Además de los comienzos están presentes en la muestra londinense, claro está, los platos fuertes: las sórdidas recreaciones del propio nacimiento (Mi nacimiento) y del aborto (Frida y el aborto), las Fridas desdobladas aunque asidas de la mano (Las dos Fridas), la crítica de la brutalidad del “macho” mexicano (Unos cuantos piquetitos), las visiones sarcásticas de Nueva York y de los estereotipos norteamericanos (Mi vestido cuelga aquí), la conciencia de la decadencia y el dolor (La columna rota)… A esto se suma una sala sobre la Naturaleza Muerta, que Kahlo practicó con cierta asiduidad, sirviéndose de los frutos como explosiones de vida, color y hasta orgullo nacional, de raza; a veces, también, como premonición asumida de la muerte (Pitahayas).
Reveladora de un aspecto sobre el que no se ha incidido nunca especialmente –creo- es la sala dedicada al autorretrato: ese aspecto es la intensidad de la mirada. En todos los cuadros de Frida hay dos carbones encendidos que son los ojos de los personajes retratados. Esos dos puntos, específicamente intensos en sus autorretratos, son como la vida entera que dicen que se ve en el momento del deceso; pozos cargados de preguntas, corazón, memoria y tiempo. Quizá por aquello que Pascal Quignard sostiene: que el hombre es una mirada deseante que busca otra imagen detrás de todo lo que ve. La búsqueda de Frida llevó sus ojos más allá de la angustia y el gozo, del credo en el filo, del sufrimiento y el placer.
Frida Kahlo. Poderosa llama frágil con flores en el pelo. Artesana en el trabajo de los límites sutiles que dan carne al extraño y convulso proceso de existir.
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