Bachmann: amar y decir, 22.02.06

Víctima de la inteligencia, de la sensibilidad, de la lucidez, Ingeborg Bachmann murió –o más bien se suicidó– en 1973. Había nacido hace ahora exactamente ochenta años en Austria, y estaba llamada por ello a militar en las filas de la “enfermedad del lenguaje”, a caer en la trinchera abierta entre la necesidad de la expresión y la tentación del silencio. No puede olvidarse aquel antecedente fundamental de la Viena fin de siècle, que cuestiona la validez del lenguaje para retratar el mundo. Plantearse este dilema de cuño wittgensteiniano –hablar sin conexión con lo real o bien renunciar al uso del lenguaje– supone para todo escritor un cierto sentido de la indefensión ante la enunciación formal de las palabras. Los escritores de lengua alemana fueron especialmente sensibles a este conflicto emocional, incluso siguen siéndolo (imposible olvidar nombres más recientes atrapados en el mismo problema: la alemana Christa Wolf, la austriaca Elfriede Jelinek). Ingeborg Bachmann no constituyó precisamente una excepción. Este peculiar conflicto ya había sido expresado con material crudeza por el también austriaco Hofmannsthal en 1902 en su Carta de Lord Chandos, en especial en un párrafo que a Bachmann le gustaba citar: “las palabras abstractas, de las que sin embargo la lengua debe servirse conforme a la naturaleza para dar cualquier juicio en el día, se me deshacían en la boca como hongos podridos”.
Estudiante de Filosofía y de Filología Germana, Bachmann preparaba una tesis no sobre, sino contra el empleo del lenguaje en la metafísica de Martin Heidegger, cuando conoce en 1948 al rumano Paul Celan, otro de los grandes damnificados de las palabras, el poeta germanodependiente y suicida autor del revelador Reja de Lenguaje. Con Celan no sólo la unirían las opiniones acerca de Heidegger –Celan tuvo un par de desencuentros célebres con él– sino también la experiencia de la palabra como algo tan necesario como frustrante y un amor-pasión inextinguible, más allá de los años, la poesía, el matrimonio de Celan, los viajes de ambos, las separaciones e incluso la muerte (Celan se arrojó al Sena en 1970).
El desembarco de Bachmann en la poesía tuvo lugar en 1952, en una lectura que realizó por invitación del llamado Grupo 47, el movimiento literario alemán más influyente del periodo de posguerra. Celan también estaba allí, aunque en ese recital conoce Ingeborg Bachmann a Hans Werner Henze, que será posteriormente otro de sus grandes amores, en este caso marcado por la música. La lectura de Bachmann supuso su casi inmediata consagración; un año más tarde publica su recopilación poética El Tiempo Postergado y su literatura acapara una portada en Der Spiegel. El poemario Apelación de la Osa Mayor (1956) e incluso el libreto de ópera El Príncipe de Homburg, basado en la obra de Kleist (otro de los autores de la “cuestión lingüística”) están dedicados a Henze, aunque es cierto que Bachmann nunca deja completamente de ver o escribir a Celan, ni de recomendarlo para los más elegantes trabajos de traducción en la editorial de Klaus Piper.
En 1954, Ingeborg Bachmann se marcha a Roma, la “ciudad primigenia”, la urbs mirabilis capaz de darle toda la libertad que echa de menos, capaz de hacerle olvidar aquella ruina espiritual de Europa que ya percibiera Hermann Broch. Bachmann pasea extasiada la ciudad, día y noche. En 1958 conoce al novelista suizo Max Frisch, e inicia con él una relación destructiva; él la persigue con ahínco (“Comprendo que no quiero vivir sin ella. Roma non risponde, no logro entender que no pueda localizarla durante toda una noche, ni tampoco de día.¿No habrá recibido mis cartas? La quiero, la amo”) y ella acaba al borde del psiquiátrico tras la indigna publicación por parte de Frisch de un panfleto ominoso sobre su relación. En 1962 el vínculo termina, y tras una breve estancia en Berlín, Ingeborg recupera la calma, su vida en Roma… y el silencio. Su último poema publicado había sido “Nada de delikatessen” (No descuido la escritura/ sino a mí./ Los demás saben/ servirse de las palabras./ Yo no soy mi asistente./¿Voy a capturar un pensamiento,/ llevarlo detenido/ a una iluminada celda de frase,/ halagar ojo y oído/ con bocados de palabras/ de primera calidad,/ investigar la libido de una vocal,/ servir de medianera/ para el valor amatorio/ de nuestras consonantes?). La literatura parece abandonarla durante casi diez años. Es un periodo también de enfermedad, de sufrimiento físico. Pero a lo largo de todo este tiempo, en realidad, Bachmann está inmersa en una obra importante, una trilogía narrativa llamada Modos de Muerte, de la que finalmente sólo vería la luz Malina (1971, recuperada por Akal en 2003), una novela intensamente lírica surcada de sutiles referencias autobiográficas: hay diálogos con acotaciones musicales que recuerdan a Henze; hay un episodio bellísimo, poético y cifrado (Los misterios de la Princesa de Kagran) que remite indiscutiblemente a la hermosa relación con Celan; hay un personaje abyecto, Malina, que da cuerpo a un novelista que bien podría tener rasgos de Frisch; también está la figura del padre, la idea de la muerte, la obsesión por la perfección formal, por la precisión en el decir.
Bachmann mostró su oposición a muchas cosas: al nazismo, a la Guerra Fría, a la Guerra de Vietnam. Fue también escandalosa en unos tiempos en que la intelectualidad no se entendía posible en femenino y en que las relaciones personales no se llevaban adelante como Bachmann las llevaba. Sufrió y vivió entre el amor y las palabras. El 17 de octubre de 1973, con cuarenta y siete años, acostada y atestada de narcóticos, muere consumida por el fuego que inicia en su cama un cigarrillo y que la devora a ella y lo devora todo en su casa romana. “Llega el día en que uno ve todo negro/ se toma el desayuno con los muertos”.

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