Tardía dulzura de la pérdida, 17.05.06

Le ha costado décadas granjearse el reconocimiento, pero últimamente Antonio Gamoneda va de premio en premio. Habitante (aun en su ostracismo voluntario, y más por localización temporal que por deseo gregario) de la Generación de los 50, Gamoneda ha recibido en los últimos años el Nacional de las Letras, el Castilla y León y, ahora, el Reina Sofía. Por el camino se quedaron Blanca Varela y Francisco Brines; casi nada. Se le ha encasillado repetidamente dentro de la poesía llamada “del silencio”, pero Gamoneda en realidad ha sido y es un poeta silencioso menos por estética que por elusión del ruido literario, esa algarabía de mafias, premios y tejemanejes que envilece a las letras en tantas ocasiones; prueba de ello ha sido su actitud ante la noticia del Reina Sofía, modesta, serena y casi resignada.
Hasta el momento su último libro ha sido Arden las pérdidas, con la excepción de ese espectacular y esperanzado ramillete de poemas que en 2004 dedicó a su nieta Cecilia, y que aparece en la magnífica antología que del poeta ovetense-leonés recientemente ha publicado Galaxia Gutenberg bajo el título Esta luz. Una de las muchas bellezas innegables de la poesía de Antonio Gamoneda –él mismo enamorado con pasión de la belleza– es su esencia profundamente plástica (ut pictura poesis); diría más: arquitectónica. Todos sus libros son edificios impecables y sabiamente rematados, minuciosamente estructurados desde su primer verso hasta el punto final que les da término. Sin eludir siquiera el título, de exquisita contundencia.
Tras el heterodoxo y hermosísimo Libro de los venenos (1995), Arden las pérdidas supuso un testamento lúcido, un auto de fe de la memoria. En el libro están presentes la conciencia de la pérdida y del avance hacia la muerte, pero desde una perspectiva de total serenidad. Los recuerdos dejan al poeta sólo un patrimonio previsible de cenizas, y él las canta como tales, como en el verso de Aleixandre: “ávidamente ardí, canté ceniza”. En Arden las pérdidas hay verso pero también, al igual que en Lápidas (1987) o en Libro del frío (1992, revisado y ampliado en 2003), hay fragmentos peculiares en prosa musical, “bloques rítmicos”, como el poeta mismo gusta de llamarlos en ese conjunto de ensayos breves y certeros que es El cuerpo de los símbolos.
“Viene el olvido”, “Ira”, “Más allá de la sombra” y “Claridad sin descanso” son los peldaños que conducen a la hoguera final de los recuerdos en Arden las pérdidas”; hoguera dolorida que, no obstante, es amorosa. Muchos años antes, en Sublevación inmóvil (1960), ya había asumido Gamoneda la purificadora necesidad de ese dolor: “De ahí, de mirar la vida / desde lo oscuro, viene / este amor invencible”.
“Viene el olvido” es una tensión agónica entre la memoria y el presente, y a la vez entre el presente y los presagios de la muerte. Gamoneda sintetiza sutilmente la tradición entera del pensamiento occidental, en la que el hombre aparece como el mortal y, a la vez, como el hablante: es el animal que tiene la facultad del lenguaje (con Aristóteles) y el animal que tiene la facultad de la muerte (según Hegel). El poeta persigue rastros lacerantes del pasado (“busco las manos de mi madre en los armarios llenos de sombra”); la inminencia de la desaparición se catartiza y transustancia en el lenguaje (“La luz es médula de sombra: van a morir los insectos en las bujías del amanecer. Así / arden en mí los significados”). En “Ira” se renuncia expresamente al bálsamo calmante del olvido; es una evocación consciente de los ultrajes del pasado, del dolor y la miseria de unos tiempos arduos. Ante la injusticia, el olvido o el consuelo carecen de sentido. “Ira”, pues, es poesía del compromiso (cuidado, compromiso en Gamoneda no equivale a dogmatismo), sin renunciar al tono íntimo, de experiencia personal (“De las violentas humedades, de / los lugares donde se entrecruzan / residuos de tormentas y sollozos, / viene / esta pena arterial, esta memoria / despedazada. / Aún enloquecen / aquellas madres en mis venas”). “Más allá de la sombra” es una contemplación de la consumación de la pérdida, la memoria trascendida (“Me he extenuado inútilmente / en los recuerdos y las sombras”). En “Claridad sin descanso” el poeta retrata lo que aguarda más allá del término de todo; el poeta acepta su actual estado como un suceso en que la visión se clarifica y todo adquiere nitidez (“Así es la vejez: claridad sin descanso”).
Los poemas dedicados a Cecilia son un renacimiento esplendoroso: “Bajo los sauces / yo te llevo en mis brazos y te siento vivir. / Después salimos a la luz y, por primera vez, / tú ves el cielo y lo señalas y lo nombras. / Es verdad, en el extremo de tus manos, / el cielo es grande y azul”. Estremecido temblor de Gamoneda: cuándo dejarás de sorprendernos.

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