Ni siquiera los glamurosos Príncipes de Asturias han logrado ponerla de moda. Me refiero a la magnífica música de otro de nuestros grandes e insignes españoles olvidados, Tomás Luis de Victoria, cuya misa Pro Victoria (compuesta no para festejo de sí mismo, sino tomando como referencia una canción de Clement Janequin) se dejó oír en el enlace de los mencionados por elección de la Casa Real Española. Y es que en este año se cumple el cuatricentenario de la que, posiblemente, sea la gran obra del mayor polifonista español del Renacimiento tardío (y hay quien afirma que de todos los tiempos): el Officium defunctorum, más brevemente conocido como Réquiem, publicado en Madrid en 1605 por el abulense De Victoria. A diferencia del muy sonado cuatricentenario (sí, también cuatricentenario) de El Quijote, con cuya celebración nos hemos visto obligados a cohabitar más o menos satisfechos a lo largo de todo este año, el aniversario de la enorme obra del músico de Ávila ha transcurrido de un modo bastante inadvertido, con la excepción tal vez del concierto homenaje que se le rindió en Nueva York hace escasamente una semana, en la mastodóntica catedral de San Patricio –el templo católico más importante de Estados Unidos– por iniciativa del Instituto Cervantes de la ciudad más pretendidamente cool del mundo.
Cervantes y Victoria, además de su enormidad creadora y de haber dado a luz dos de las obras más esenciales de la cultura española del siglo XVII (y siguientes), tienen en común la existencia de zonas oscuras en su biografía. El nacimiento de Tomás Luis de Victoria es confuso en cuanto a lugar concreto y año, aunque se suelen aceptar la abulense calle de Caballeros y el año de 1548 respectivamente como los más probables. Victoria no era manco –por fortuna para su oficio de organista– ni anduvo en guerras ni querellas como el de Alcalá de Henares; antes bien, se piensa que pudo trabar conocimiento con Santa Teresa de Jesús y se sabe con certeza que leyó con devoción a San Juan de la Cruz y que convivió durante varios años con San Felipe Neri. Santidades tales no obstaron para que Victoria, como Cervantes, anduviera en trato con dineros, aunque no como mandado recaudador de impuestos, sino como interesado captor de fondos para la publicación de sus composiciones: sus ediciones de música –aparecidas todas ellas en vida, notable excepción en una época difícil– siempre eran muy lujosas, hasta el punto de que, según se ha dicho, el mismísimo Palestrina –el otro gran polifonista del Renacimiento, junto a Lassus y al propio compositor abulense– tenía envidia de la calidad de las ediciones de Victoria; penoso contraste con la situación de otros músicos, como por ejemplo el gran maestro de capilla sevillano Francisco Guerrero –también ilustre polifonista coetáneo de Victoria, al que se ha relacionado turbiamente con éste–, que llegó a ser encarcelado en más de una ocasión por las deudas contraídas para poder publicar sus colecciones de música y que murió corroído por la peste y la ruina.
El caso es que, vicisitudes vitales a un lado, el Réquiem para seis voces de Tomás Luis de Victoria es una de las piezas clave de la música española, del mismo modo que el clásico cervantino lo es en el panorama de las letras hispánicas. Dedicado a la infanta Margarita y compuesto para las exequias por la muerte de su madre, la emperatriz María de Austria (cuyo enjundioso epistolario, por cierto, se publicó el año pasado en la editorial Éride), supone un prodigio por la emotividad de su texto y la grandiosa hondura mística de su traducción musical.
Es casi seguro que Cervantes y Victoria se conocieron y leyeron y escucharon mutuamente, a pesar de la inconmensurable distancia que mediaba entre sus universos creativos; sus propios retratos, incluso, resultan elocuentes al respecto. Hoy, en cambio, deberíamos saber tender el puente que los rescatara como hombres fundamentales no sólo de su tiempo, sino de cualquier otro. Quizá, frente a la avalancha de justificadas celebraciones y reediciones en torno a nuestro escritor universal (por no hablar de los excesos de marketing generados al calor de los ingenuos molinos de La Mancha), se ha echado en falta un siquiera escueto recuerdo del músico de Ávila o, sobre todo, una solemne grabación española que desbanque al fin la inglesa de Tallis Scholars. Desequilibrios propios del mercado. Tal vez debamos esperar otros cien años: 500 puede ser cifra más propicia. Otros serán quienes lo vean.
Cervantes y Victoria, además de su enormidad creadora y de haber dado a luz dos de las obras más esenciales de la cultura española del siglo XVII (y siguientes), tienen en común la existencia de zonas oscuras en su biografía. El nacimiento de Tomás Luis de Victoria es confuso en cuanto a lugar concreto y año, aunque se suelen aceptar la abulense calle de Caballeros y el año de 1548 respectivamente como los más probables. Victoria no era manco –por fortuna para su oficio de organista– ni anduvo en guerras ni querellas como el de Alcalá de Henares; antes bien, se piensa que pudo trabar conocimiento con Santa Teresa de Jesús y se sabe con certeza que leyó con devoción a San Juan de la Cruz y que convivió durante varios años con San Felipe Neri. Santidades tales no obstaron para que Victoria, como Cervantes, anduviera en trato con dineros, aunque no como mandado recaudador de impuestos, sino como interesado captor de fondos para la publicación de sus composiciones: sus ediciones de música –aparecidas todas ellas en vida, notable excepción en una época difícil– siempre eran muy lujosas, hasta el punto de que, según se ha dicho, el mismísimo Palestrina –el otro gran polifonista del Renacimiento, junto a Lassus y al propio compositor abulense– tenía envidia de la calidad de las ediciones de Victoria; penoso contraste con la situación de otros músicos, como por ejemplo el gran maestro de capilla sevillano Francisco Guerrero –también ilustre polifonista coetáneo de Victoria, al que se ha relacionado turbiamente con éste–, que llegó a ser encarcelado en más de una ocasión por las deudas contraídas para poder publicar sus colecciones de música y que murió corroído por la peste y la ruina.
El caso es que, vicisitudes vitales a un lado, el Réquiem para seis voces de Tomás Luis de Victoria es una de las piezas clave de la música española, del mismo modo que el clásico cervantino lo es en el panorama de las letras hispánicas. Dedicado a la infanta Margarita y compuesto para las exequias por la muerte de su madre, la emperatriz María de Austria (cuyo enjundioso epistolario, por cierto, se publicó el año pasado en la editorial Éride), supone un prodigio por la emotividad de su texto y la grandiosa hondura mística de su traducción musical.
Es casi seguro que Cervantes y Victoria se conocieron y leyeron y escucharon mutuamente, a pesar de la inconmensurable distancia que mediaba entre sus universos creativos; sus propios retratos, incluso, resultan elocuentes al respecto. Hoy, en cambio, deberíamos saber tender el puente que los rescatara como hombres fundamentales no sólo de su tiempo, sino de cualquier otro. Quizá, frente a la avalancha de justificadas celebraciones y reediciones en torno a nuestro escritor universal (por no hablar de los excesos de marketing generados al calor de los ingenuos molinos de La Mancha), se ha echado en falta un siquiera escueto recuerdo del músico de Ávila o, sobre todo, una solemne grabación española que desbanque al fin la inglesa de Tallis Scholars. Desequilibrios propios del mercado. Tal vez debamos esperar otros cien años: 500 puede ser cifra más propicia. Otros serán quienes lo vean.
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