Premios mutantes, 05.10.05

Por lo que parece, un fantasma empieza a recorrer España –perdónenme lo chusco de la paráfrasis- o, más exactamente, el mundo literario hispánico. Es evidente que estamos en tiempos de cambio, y ni siquiera la literatura –mucho menos sus suburbios– escapa a tales tendencias. Es algo para lo que tenemos que estar preparados, igual que en su momento hubimos de afrontar la desaparición de los dinosaurios o el estiramiento darwinista del cuello de las jirafas. De este modo, in principio erat verbum en el inocente pleistoceno de la palabra, hasta que la cosa de las letras se convirtió en otra mucho más turbia con el advenimiento de los premios literarios (o, al menos, con el bullicioso desembarco de algunos de ellos). Y claro está, terminamos todos por pasar por las Horcas Caudinas de la (des)evolución literaria, que a eso no hay lector ni escritor ni bicho viviente alfabetizado que se resista. En este estadio del curso de las letras, los jurados de los premios literarios se convirtieron –al modo de los antiguos hechiceros de las tribus primitivas– en prácticamente la única voz autorizada para impulsar o reforzar carreras incipientes y a veces no tan incipientes. Y es que lo de “la voz a ti debida” nunca cobró tanto sentido como en el caso de algunos cálamos agradecidos que, sin duda, sólo justifican su tinta estérilmente derramada por el supuesto “marchamo de calidad” (algo así como la ISO-no-sé-cuántos-mil de la literatura) que garantizan determinados premios y los jurados que operan a su sombra. Por no hablar de aquellos premios que, en el planeta de las letras, constituyen cualquier cosa menos una sorpresa –al menos para el premiado, al que se ha encargado previamente la redacción de la obra afortunada.
Ahora, en cambio, estamos encaminándonos hacia un nuevo estadio tan extraordinario como desconcertante: ¡el premio literario ha adquirido una dimensión destructiva!; o sea, que parece que el premio se concediera para echar tierra sobre el galardonado. Qué interesante. La evolución tiene estas cosas, que para eso es mobile, como la donna. No dejará de haber malignos (avezada especie de la supervivencia) que se alegren de esta extraña mutación de los concursos… En todo caso, me vienen a la cabeza la última edición del Loewe (en que el alicantino Antonio Gracia pasó en un solo día de poeta de intimista pluma a deleznable versificador de tercera, según palabras de uno de nuestros poetas más agasajados por el prize-system español) o la recentísima concesión hace tres días del Torrevieja de novela a César Vidal por una obra “ideológicamente detestable, oscura, dudosa y sospechosa” (Caballero Bonald dixit, aunque no precisa con exactitud la naturaleza de la subrepticia oscuridad de la novela). Ahí queda eso. El presidente del jurado se ha despachado a gusto. Podría haber dicho simplemente que la obra no había contado con su voto, lo que ya hubiera sido mucho decir; pero en estas cuestiones es mejor meter el estoque hasta la bola y dejarlos bien muertos: te damos el premio, pero te vas a enterar. La verdad es que es divertido. Ojalá esta moda se imponga, porque vamos a seguir las incidencias de ciertos certámenes literarios, hasta ahora bastante previsibles e incluso bostezantes, con mucha más atención.
Ya sólo queda esperar que este genético desvío se extienda a otras involuciones que afligen a nuestras letras desde tiempos más o menos remotos, y así se extingan la desdichada casta de los “negros” literarios (nunca he sabido si el nombre les viene por lo del trabajo oscuro o por su desoladora esclavitud) y la odiosa raza de los “intertextualizadores” que, dando la vuelta a la noble cita de Borges, y siendo incapaces de copiar algo de sí mismos, optan por copiarlo de los otros. Tal vez pronto la palabra se desperece con una nueva sacudida y sepulte estas especies detestables, oscuras, dudosas y sospechosas bajo una insuperable glaciación.

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