Nacer en Alejandría imprime una huella indeleble en el espíritu: la joya de estirpe macedónica, a caballo hoy entre el Islam y Europa, la ciudad con una historia arrasadora y arrasada por la Historia, transmite su vitalidad y su tragedia a quien la habita, incluso al que simplemente está de paso. Durrel, que le dedicó su célebre Cuarteto, ya padeció su imperial e imperioso magnetismo: “en comparación con la vida en Alejandría, mi nueva existencia carecía de todo brillo, nada sucedía en ella”. Cavafis, transeúnte nativo y silencioso de sus calles, supo despedirse de ella como nadie, enmascarado tras el dolor de Antonio abandonado por los dioses: “Como un hombre desde hace tiempo preparado,/ saluda con valor a Alejandría que se marcha./ Y no te engañes, no digas/ que fue un sueño…”.
Un sueño. Georges Schéhadé, poeta de habla francesa que en estas fechas –de estar despierto– llegaría a su centésimo aniversario, es perfecto heredero y transmisor del sueño de su Alejandría natal: toda su obra en verso es un prodigio constante de búsqueda de la más estrecha comunión entre el ensueño y lo tangible cotidiano. Parece en sus poemas latir el corazón de aquella sentencia de Los paraísos artificiales, según la cual “las cosas de la tierra existen sólo escasamente, así que la verdadera realidad reposa únicamente en los sueños”. Schéhadé actúa como un evocador del sueño verdadero en nuestra perpetua alucinación de vivientes, como un mágico mediador entre estos dos universos del espíritu tan destinados el uno para el otro como lo estaban las dos secciones del alma dividida de Platón.
“Quien habita los sueños nunca muere”, escribe el poeta alejandrino, con coherencia que suena a incoherente en un ¿pragmático? licenciado en Derecho. El sueño se concibe como ética, como forma suprema, catártica, de vida, como máxima expresión del ser: “para ser nosotros mismos hemos soñado”. Será la mirada de la infancia la que con mayor limpieza se aproxime a la frágil frontera entre ambos territorios; mirada siempre presente en las primeras producciones líricas del joven Schéhadé (sus Poesías de 1938), recorridas por niños de ojos atormentados y somnolientos, como aquejados de ese estado del convaleciente en que Baudelaire encontraba la más privilegiada situación para la percepción y el conocimiento.
El amor, por descontado, es la otra ceremonia de la vida que acapara y devuelve como en un reflejo la ensoñación del poeta; un amor que, investido de una liturgia específica, deviene la más sagrada de las experiencias del hombre. Si la metáfora estética de la infancia se diluye conforme Schéhadé avanza en la escritura, la convicción de lo amoroso va cobrando intensidad para este impenitente Nadador de un solo amor (1985): “Una noche de bellas lágrimas como bandadas,/ una noche de poesía/ ante las carpas de la fuente,/ mi boca en vuestras lágrimas hasta la sal./ ¿Hasta dónde llegaremos en amor,/ vos que sois a la imagen de Dios?”. La figura amada, que escapa, por supuesto, al acto mismo de la posesión –su misma presencia es también sueño-, adquiere un aura provenzal, cortés, y al tiempo mística.
Desde una libérrima “militancia” en las filas surrealistas, encarna Schéhadé –aun de forma involuntaria y en una dimensión más elevada- aquel ideal literario que perfilaba Breton: ese acercamiento fortuito de dos términos o ideas de cuyo contacto brota “una luz particular, luz de la imagen, a la que nos mostramos infinitamente sensibles... El valor de la imagen depende de la belleza del fulgor obtenido”. La lírica schehadiana está repleta de hallazgos nacidos del encuentro entre las luces y las sombras, entre la elegía serena y la pasión, entre el sueño y la vigilia.
Alabado por sus incursiones en el género dramático, Schéhadé vio en cambio limitado su reconocimiento poético por su indefinición dentro del turbulento panorama de la lírica de habla francesa de su tiempo, secuestrada por dictatoriales vanguardias estéticas. Georges Schéhadé y Saint-John Perse están entre los pocos que se mantuvieron, con una poética personalísima, al margen del totalitarismo surrealista que, aún muchos años más tarde, seguiría alentando en autores como Michaux o Char. Schéhadé acabará por consagrarse en 1951 con el volumen Las Poesías, editado por Gallimard. La muerte le sorprendió en París, ya en los 80, lejos de la ciudad de cuya mitología fue minucioso artesano; aunque Schéhadé ya llevaba tiempo preparado: “Y tú entre las hojas de esta llanura/ hay tanto adiós delante de tu rostro”.
Un sueño. Georges Schéhadé, poeta de habla francesa que en estas fechas –de estar despierto– llegaría a su centésimo aniversario, es perfecto heredero y transmisor del sueño de su Alejandría natal: toda su obra en verso es un prodigio constante de búsqueda de la más estrecha comunión entre el ensueño y lo tangible cotidiano. Parece en sus poemas latir el corazón de aquella sentencia de Los paraísos artificiales, según la cual “las cosas de la tierra existen sólo escasamente, así que la verdadera realidad reposa únicamente en los sueños”. Schéhadé actúa como un evocador del sueño verdadero en nuestra perpetua alucinación de vivientes, como un mágico mediador entre estos dos universos del espíritu tan destinados el uno para el otro como lo estaban las dos secciones del alma dividida de Platón.
“Quien habita los sueños nunca muere”, escribe el poeta alejandrino, con coherencia que suena a incoherente en un ¿pragmático? licenciado en Derecho. El sueño se concibe como ética, como forma suprema, catártica, de vida, como máxima expresión del ser: “para ser nosotros mismos hemos soñado”. Será la mirada de la infancia la que con mayor limpieza se aproxime a la frágil frontera entre ambos territorios; mirada siempre presente en las primeras producciones líricas del joven Schéhadé (sus Poesías de 1938), recorridas por niños de ojos atormentados y somnolientos, como aquejados de ese estado del convaleciente en que Baudelaire encontraba la más privilegiada situación para la percepción y el conocimiento.
El amor, por descontado, es la otra ceremonia de la vida que acapara y devuelve como en un reflejo la ensoñación del poeta; un amor que, investido de una liturgia específica, deviene la más sagrada de las experiencias del hombre. Si la metáfora estética de la infancia se diluye conforme Schéhadé avanza en la escritura, la convicción de lo amoroso va cobrando intensidad para este impenitente Nadador de un solo amor (1985): “Una noche de bellas lágrimas como bandadas,/ una noche de poesía/ ante las carpas de la fuente,/ mi boca en vuestras lágrimas hasta la sal./ ¿Hasta dónde llegaremos en amor,/ vos que sois a la imagen de Dios?”. La figura amada, que escapa, por supuesto, al acto mismo de la posesión –su misma presencia es también sueño-, adquiere un aura provenzal, cortés, y al tiempo mística.
Desde una libérrima “militancia” en las filas surrealistas, encarna Schéhadé –aun de forma involuntaria y en una dimensión más elevada- aquel ideal literario que perfilaba Breton: ese acercamiento fortuito de dos términos o ideas de cuyo contacto brota “una luz particular, luz de la imagen, a la que nos mostramos infinitamente sensibles... El valor de la imagen depende de la belleza del fulgor obtenido”. La lírica schehadiana está repleta de hallazgos nacidos del encuentro entre las luces y las sombras, entre la elegía serena y la pasión, entre el sueño y la vigilia.
Alabado por sus incursiones en el género dramático, Schéhadé vio en cambio limitado su reconocimiento poético por su indefinición dentro del turbulento panorama de la lírica de habla francesa de su tiempo, secuestrada por dictatoriales vanguardias estéticas. Georges Schéhadé y Saint-John Perse están entre los pocos que se mantuvieron, con una poética personalísima, al margen del totalitarismo surrealista que, aún muchos años más tarde, seguiría alentando en autores como Michaux o Char. Schéhadé acabará por consagrarse en 1951 con el volumen Las Poesías, editado por Gallimard. La muerte le sorprendió en París, ya en los 80, lejos de la ciudad de cuya mitología fue minucioso artesano; aunque Schéhadé ya llevaba tiempo preparado: “Y tú entre las hojas de esta llanura/ hay tanto adiós delante de tu rostro”.
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