Intrusa en el jardín, 08.03.06

En octubre de 1912, acomodado en el salón de té del Museo Británico, un poeta se admira con el poema manuscrito “Hermes de la Encrucijada” que le ha entregado una jovencísima escritora no sin cierta devoción. El poeta en cuestión no es mucho mayor que la escritora primeriza –sólo dos años les separan–, pero para entonces él ya lleva a cuestas una notable experiencia en materia de esgrima literaria. Y además su nombre es Ezra Pound. Él mismo estampa con su propia mano la firma de la composición, con el que desde entonces habría de ser el nombre de guerra poético de Hilda Doolittle: “H. D. Imaginista”. Así describe la escena Doolittle en sus páginas autobiográficas (no disponibles en castellano) End to torment. A memoir of Ezra Pound –de título harto elocuente, por cierto–, donde desgrana algunas de sus íntimas vivencias y desengaños con el escritor norteamericano.
El movimiento imaginista -considerado por T. S. Eliot como el punto de partida de la poesía moderna en lengua inglesa– había fijado su denominación precisamente en ese mismo año, y en 1916 aparecerá Sea Garden (Jardín junto al mar), poemario imaginista de H. D. en que se incluyeron los versos dedicados a Hermes. Los postulados del Imaginismo reposaban en la forma más que en los temas. El imaginista está a la búsqueda continua de la palabra exacta, de la concentración en la expresión; se ensalza además el empleo del verso libre, ajeno a los corsés impuestos por la métrica, y se recupera la tradición greco-latina, siendo quizá H. D. la piedra angular de semejante afección estética. Años más tarde, Hilda Doolittle (1886-1961) ha sido comparada con Spenser, con Milton o con Blake. Casi nada. Quizá por su ruptura elegante de una tradición. Doolittle recurrió a una mitología que no explicaba el mundo (ni siquiera el suyo), sino que era esencialmente inhóspita a la vez que sensualista: como la propia existencia de la poeta.
Doolittle oscila entre la gélida inocencia de este su primer poemario y la cálida experiencia de la poesía que escribe tras la Primera Guerra Mundial. La feminidad, el amor y la guerra aparecen con frecuencia de la mano, como metáfora explícita de otras batallas, lo mismo personales que en el mundo. Sus primeros poemas, con su soledad idealizada, son como un escudo contra esta catástrofe intuida; en los poemas de posguerra, en cambio, lo que se detecta es la pasión de reconstruir todo lo que se ha roto en su vida y en el curso de Europa a través del poder de la palabra. Doolittle habrá de luchar, además, como mujer que escribe en un mundo dominado por hombres, a algunos de los cuales ama, la mayoría de los cuales la traicionan. En ese tránsito artístico y biográfico pasará de la frialdad hierática y hermosa de sus primeros versos a la vivencia más profundamente “cárnica” del mito.
Ezra Pound, Richard Aldington o D. H. Lawrence pusieron nombre a algunas de las tortuosas incursiones que Doolittle realizó en el campo emocional, en la búsqueda de un hombre rendido al amor y a la belleza que nunca apareció. Pero también hubo mujeres, como Frances Gregg, e incluso una peculiar convivencia a tres bandas con su amante más duradera, Bryher (con quien mantuvo relaciones durante treinta años), y Kenneth McPherson, el marido de ésta. Fruto de sus escarceos con eros y con thanatos, Hilda Doolittle padeció el aborto, el divorcio y la infidelidad; encaró las muertes sucesivas y violentas de su padre y su hermano; vivió inmersa en el horror de dos contiendas mundiales; y acabó prestándose por propia voluntad al psicoanálisis de la mano de Sigmund Freud entre 1933 y 1934, y a electroshock con Erich Heydt en los años 40 y 50.
H. D. Una vida sembrada de búsquedas, de sueños, de palabras y un propósito: “Oh, borrar este jardín,/ olvidar, encontrar una belleza nueva/ en algún lugar terrible,/ torturado por el viento”.

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