Cambalache, 16.11.05

Quién podría dudar que vivimos tiempos de rotunda confusión. Nada es ya lo que parece: cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón. Ya lo decía Enrique Santos Discépolo, allá por los años 30, en una década plagada de señores ladrones (mejor no pensar si más o menos que otras). Y es que los tangos y los boleros cuentan verdades eternas, de esas que siempre son así; los poetas también, pero lo suyo son los agujeros negros sin remedio, la total adicción al fracaso perpetuo.
El asunto, en fin, es que si ojeamos la prensa, si pisamos el mundo, si salimos de casa, nos llevamos sustos o sorpresas. Porque lo que toda la vida había sido de un modo, ahora resulta que es de otro. Si es que nos han cambiado hasta la lengua: con el nuevo Diccionario Pan-hispánico (el alimento cultural de los hispanos, dánoslo hoy) se ha insistido mucho en que tenemos que hablar de otra manera. Los santones de la RAE no saben ya qué hacer con nosotros, los españoles rebeldes y malempalabrados, y han acudido a otras Academias tan Reales como la suya, pero allende los mares, para clarificarnos las dudas lingüísticas que alevosamente nos asaltan y degradan cada día. Así que ahora podemos refugiarnos en este ente recién nacido, que se conoce abreviadamente como DPD (no confundir con otros entes igualmente dignos, como el Dietario de Poetas Desamparados o la Democracia Popular a Domicilio) y que nos indica gentilmente las palabras que decimos mal con la llamada “bolaspa” (demoniaco neologismo con nombre de medicamento inventado por la RAE). Cosas veredes de tamaño ingenio. Lo siento, pero empiezo a perderme y hasta me asaltan más dudas. Y para colmo, el “ydiota de la Real Academia Española” al que parece aludir Francisco Rico en el colofón de su Quijote, tal vez Víctor García de la Concha (quien, por cierto, ateniéndose al nuevo Diccionario, más vale que no aparezca por la noble Hispanoamérica con apellido de tan notable obscenidad), nos dice que “la lengua la hace el pueblo”. Ahora sí que no comprendo nada: ¿pues entonces para qué nos sirve el dichoso DPD?
Y si esto pasa con la lengua, qué decir de la mitología. Después de años y años con los ojos vendados, ahora resulta que el abuelo de Heidi –icono de nuestros años tiernos antes de la proliferación de esos dibujos animados pornográficos que importamos celosamente desde Oriente– era ¡Pedro Solbes!, según hemos sabido por sus propias e íntimas declaraciones a un diario de tirada nacional. Natural, por otra parte, pues el abuelo Solbes tendría mucho trabajo en Suiza antes de venir a jubilarse definitivamente en España… Con lo que ya se entiende, también, por qué Heidi le preguntaba tanto. Pero el caso es que nos han desmontado el mito y la ilusión, y que en aquel cambalache made in Switzerland las vírgenes montañas nevadas eran en realidad estaciones de esquí de lujo, y que la cabaña del abuelo era un despacho con los últimos adelantos informáticos para detectar infractores, y que Heidi hacía pinitos para inspectora fiscal. O tempora o mores. ¿Cómo podremos recobrarnos de tanto desmoronamiento?
Por el contrario, otros se esfuerzan para recuperar mitos perdidos, y en esa búsqueda también trastocan lo que nunca fue ni ha sido. Es el caso de Scorsese que, miren ustedes por dónde, ha descubierto en Bob Dylan un poeta, y hasta le ha hecho una película con semejante motivo. Estamos apañados: éramos pocos y parió la abuela. Con la de poetas que andamos proliferando por el mundo (buenos, menos buenos e incluso malos), resulta que quieren colocarnos como tales a los que ni siquiera lo son. Ha pasado con Sabina y Aute en España, y ahora nos toca la china con Dylan (no Thomas, que ése sí lo era, sino Robertito). No vamos a negar a estas alturas la importancia de los tres citados (junto a algunos otros: Cohen y compañía) en la música de autor y hasta en un determinado ámbito de la cultura contemporánea… pero la poesía es otra cosa. No trabuquemos, no confundamos, no hagamos cambalaches; dejemos a Bob Dylan con sus legendarias letras protesta y su armónica infernal como imagen de la también cambalache generación del 68.
Aunque, entre tanta confusión, algunos hechos cobran su sentido. Ahora comprendo a aquella alumna mía que, en una Universidad de cuyo nombre no quiero acordarme, atribuyó a Gutenberg la destrucción a fuego de Cartago perpetrada por Escipión Emiliano en el 146 a.C.: impresores alemanes o cónsules romanos, lo mismo da. Y además, seguro que tenían algo en común: de eso se encarga el cambalache, “en el 506 y en el 2000 también”.

No hay comentarios: