Lita Mora: el mito silente, 22.03.06

Joan Margarit, arquitecto bohemio, poeta extraordinario de la edad y el desarraigo, escribía en uno de sus ‘Cien Poemas’: “Habrás perdido tu dignidad si pierdes/ la hospitalaria luz del mito”. Una forma como otra cualquiera –pero más penetrante y sagaz, claro– de entender al ser humano como ser profundamente mitológico, o lo que es lo mismo, de asimilar la deuda de los hombres para con el tiempo y los mitos que nos han ido conformando y que aún persisten.
Esa ligazón entre la dignidad del hombre y el mito que lo explica se me antoja que respira también en los cuadros de Lita Mora, gaditana no casualmente nacida en la calle de la Libertad. Hay artistas que ofrecen en su obra posibles respuestas a las cuestiones del mundo; otros, más sabios, se sitúan en una postura no de ignorancia, sino de búsqueda. Interrogar al mito adormecido bajo el curso implacable del mundo se hace forzosamente a oscuras, y de ese tanteo surgen esquirlas de luz, que son como las respuestas plenas y a la vez enigmáticas otorgadas por la vate délfica: la verdad brilla sin modestia –sin estridencia, también– entre la hojarasca hermosa de la confusión.
Lita Mora lleva ya muchos años explorando las mitologías posmodernas, y encontrando versos veraces de pintura enterrados entre la palabrería más artera. En los últimos cuadros que le vimos, hace menos de un año, en una exposición colectiva celebrada con motivo de la conmemoración de la batalla de Trafalgar, los dioses aparecían encubierta y caprichosamente airados, y en esa ira generaban los vientos –los vientos innatos a la costa gaditana– causantes de la desgracia naval. La idea de que los dioses aparecieran de alguna manera encubiertos –como ya lo hiciera Lita Mora incluso en su reciente exposición en Grazalema en la Neilson-Chapman Gallery e igualmente en una muestra anterior, de 2001, en el Museo de Cádiz– me parece importante, por no circunstancial, sino más bien constante. Los dioses, ninfas o héroes clásicos se escoltan a menudo tras sus atributos, tras una neblina, tras una cortina de flores, tras las aguas del sur. Su presencia es innegable pero “anakalíptica”, en una herencia quizá remota de la teatral realeza bizantina que, a imitación de las divinidades, se mostraba siempre ante sus súbditos tras la protección de un velo que sustraía su visión total. En las figuras de Lita Mora, esa suerte de veladura parece aludir a su influjo sublime, a su acción sutil aunque no por ello desdeñable.
En su última exposición, en la galería Trazos Tres de Santander –visitable durante este mes de marzo–, que se ha querido llamar escuetamente “Obra reciente”, Lita Mora acentúa aún más esta sensación de encubrimiento. En un recorrido planteado a partir de veinte piezas de pequeño formato con vocación de retrato –aunque también hay tres lienzos sueltos y un díptico de grandes dimensiones–, los personajes clásicos dialogan con el espectador desde la leve encarnadura concedida por el lápiz, mientras sus elementos y tocados resplandecen mediante la superposición, el collage con papeles o el color. El lápiz, en este caso, no ningunea la importancia de los personajes –de hecho, se encuentran perfilados con trazos bien firmes–, sino que se limita a atenuar su presencia de un modo no tanto físico como conceptual. Como si el tiempo de que son depositarias las figuras adquiriera la forma de la sombra, y así su eternidad, frente a la consistencia un tanto escandalosa y banal de los objetos.
Desde la cosmogonía a veces fastuosa de 2001 hasta los dioses sigilosos de 2006 se ha producido, quizá, un incremento en la percepción de los siglos y en la reflexión sobre la dignidad intrínseca del mito, que se ha hecho más íntima y tácita. Una nueva forma de expresión; dentro del habla que es el mito, como Barthes lo quería.

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